Pasó Nochebuena

 



Una vez que cruzó el umbral, aquel joven de larga cabellera a quien todos llamaban “A” se encontró a sí mismo en un lúgubre pasillo donde parecía que no existía noción alguna del color, de la alegría. Era todo lo opuesto al sitio donde había estado apenas unos minutos atrás, donde todo el ambiente anunciaba con regocijo que las fiestas ya estaban cerca. Las luces, los aromas, los sabores, los dulces cánticos y las caras alegres; todo eso había quedado del otro lado de por dónde sea que A se hubiera metido.

    Las únicas luces en ese desconcertante sitio iluminaban de forma austera cada una de las diez puertas a lo largo del pasillo, y a un costado, la inexpresiva cara de un sujeto que permanecía de pie detrás de una suerte de atril en el que parecía sentirse a salvo de la predominante nada en ese inquietante lugar. El individuo se identificó como “el Mayordomo” y le hizo saber a A que ahora estaban en el pasillo de las Diez Puertas.

    Confundido, A quiso saber cómo llegó hasta ahí o qué significaba su presencia en ese sitio, sin embargo su confusión fue mayor cuando el Mayordomo esquivó sus preguntas con una declaración que sonaba más a una sentencia.

    —Deberás elegir con sabiduría entre alguna de estas puertas. No hay manera de saber a dónde conducen, ni por qué resulta ser así, por lo que debes meditar bien tu elección; eso definirá el resto de tu existencia.

    —¿Qué hay de aquella puerta?— dijo A mientras señalaba a la novena, la cual sobresalía de las demás por tener una vistosa corona navideña— ¿Por qué es diferente a las otras?

    —No lo había notado— dijo el Mayordomo mientras arqueaba las cejas; su reacción era genuina—, pero no debe ser nada. Este sitio cambia todo el tiempo y da señales muy confusas.

    —¿Pero podría tener algo que ver con la navidad?— insistió A.

    —Podría ser— dijo el Mayordomo con desinterés—, no hay manera de saberlo.

    —¡Claro que la hay! ¡Ahí está la corona!— afirmó A convencido.

    —Como dije, no hay modo de saberlo— el Mayordomo comenzaba a impacientarse, aunque no perdía su inexpresividad—. Este sitio da señales muy confusas.

    —La señal es clara, señor— dijo A mientras se acercaba a la puerta—. Ahí dentro la navidad tiene lugar, y ahí es donde quiero estar. Me encantan estas fechas, me llenan de emoción y alegría; podría vivir en una eterna navidad.

    —Piénselo bien, joven— insistió el Mayordomo—. No debe tomar decisiones por impulsos emocionales, nunca.

    —No es un impulso, es mi instinto— concluyó A antes de girar la perilla y cruzar la puerta.


Cuando A despertó, se encontró a sí mismo en su habitación, con todo en su sitio, tal y como siempre fue. La pila de ropa sucia permanecía tan prominente como de costumbre, el plato donde cenó dos semanas atrás seguía sobre la mesita de noche y su enorme póster de Queen se había vuelto a despegar de la esquina superior izquierda. Todo en su sitio, tal y como siempre.

    Reflexionó por un instante sobre aquellas extrañas imágenes de un oscuro pasillo, el sujeto inexpresivo y todas esas puertas. “Debió ser un sueño, uno muy extraño”, pensó, y concluyó que debió ser consecuencia de las ingentes cantidades de botana que comió la noche anterior cuando vio televisión antes de dormir. El sonido del despertador lo sacó de su reflexión y le hizo recordar que ese día era 24 de diciembre; el reloj marcaba las 6:00. Se levantó de un salto y salió de su habitación, aún en pijamas, para ayudar con los preparativos de la cena para Nochebuena.

    Al llegar al comedor, se encontró con que ya todo estaba casi listo. Sobre la mesa esperaban varios platos y cubiertos, dispuestos para recibir a ocho personas, y al centro estaba colocado un pequeño candelabro que sostenía tres velas rojas, listas para ser encendidas en un par de horas. Del otro lado del comedor, la madre de A lo urgía a cambiarse antes de que llegaran los invitados. Ella ya estaba lista, como siempre, luciendo elegante, sobre todo por cómo peinaba su preciosa cabellera.

    Aunque al principio A creyó que su madre exageraba al mandarlo a cambiarse tan temprano, luego pensó que no había despertado a las seis de la mañana sino de la tarde; había dormido todo del día después de haberse desvelado viendo televisión. A se vistió a toda prisa con el atuendo que ya había dejado listo desde el día anterior, acomodó su larga cabellera con la mano y salió de regreso al comedor, donde ya lo esperaban su familia e invitados.

    —¡¿Tanto para eso?!— se burló Flor, la hermana menor de A, al verlo.

    —¡Cállate, pioja! Me tomó cinco minutos nada más— se defendió A.

    —Perdón, hijo, pero sí fueron casi dos horas— reconoció la madre un tanto apenada con los invitados por la discusión de sus hijos.

    —Lo siento, ma— se disculpó A, confundido—. Por cierto, qué bien huele el pavo.

    —¡Lo ves! ¡Tu hijo usa narcóticos, pa!— se burló Flor una vez más— Ya le jodieron el olfato.

    —¡Flor!— reprimió el padre, un hombre robusto de mirada recia, al ver de reojo que la abuela se persignaba luego de escuchar tantas barbaridades, como decía ella.

    —Hijo, hicimos pasta porque insististe mucho con eso— afirmó la madre, extrañada por la confusión de A.

    —Perdón, ma, lo olvidé por un momento— se disculpó A, aún más confundido por la situación en la que estaba. Se inclinó un poco hacia la cazuela para servirse pasta.

    —Si quieres queso, está en la cocina— dijo el padre antes de darle un trago al vino blanco que ocultaba de la abuela en una enorme taza de barro que en un día normal usaba para tomar café.

    —¿Y qué hace allá si aún faltaba yo?— reclamó A entre dientes, clavando la mirada en Flor, asumiéndola culpable.

    —Fui yo, Mary Jane— Flor confesó, retando a su hermano—. En mi defensa, creí que saldrías hasta en año nuevo.

    A se levantó molesto, maldiciendo a su hermana entre dientes, sin embargo se detuvo de forma repentina ante la puerta que separaba al comedor de la cocina.

    —¿Desde cuándo esta puerta es roja?— preguntó A todavía más confundido.

    —Hijo, ¿qué te pasa hoy?— cuestionó la madre, cada vez más preocupada por A.

    —Una palabra: drogas— insistió Flor.

    —¿Hijo?— el padre miró a A con seriedad.

    —¡No uso drogas, maldita sea!— protestó A para después abrir la puerta de golpe y cruzarla.


A sintió un enorme escalofrío al notar que no estaba en la cocina de su casa, sino de regreso en el pasillo de las Diez Puertas, con el mayordomo enfrente suyo, aún detrás del atril.

    —Volviste— declaró el Mayordomo, aún con rostro inexpresivo.

    —¡Yo venía por queso!— reclamó A entre gritos.

    —Aquí no tenemos eso— respondió el Mayordomo para después soltar una breve y controlada risa de diversión.

    —Basta, odio las rimas— dijo A entre dientes; estaba molesto.

    —¿Y cómo te gusta la navidad si odias las rimas?— cuestionó el Mayordomo, otra vez inexpresivo.

    —Sólo quiero volver con mi familia, por favor— dijo A con desgano, mientras se dirigía una vez más a la puerta con la corona.


Cuando A despertó, se encontró a sí mismo en su habitación, con todo en su sitio, tal y como siempre fue. La pila de ropa sucia permanecía tan prominente como de costumbre, el plato donde cenó dos semanas atrás seguía sobre la mesita de noche y su enorme póster de Queen se había vuelto a despegar de la esquina superior izquierda. Todo en su sitio, tal y como siempre.

    Reflexionó por un instante sobre aquellas extrañas imágenes de la cena con pasta. Creyó que podría ser un sueño, pero consciente de que pensó lo mismo del pasillo, decidió anticiparse. Al notar que el reloj marcaba las 6:00, comenzó a vestirse a toda prissa para salir ya arreglado a la cena.

    Sin embargo se sorprendió al hallar a sus padres aún dormidos en su habitación; eran las seis de la mañana. Al escuchar ruido en el comedor, decidió asomarse. Ahí encontró a Flor, quien se había servido cereal y se disponía a comerlo.

    —¡Pero qué bobo el caballero que justo hoy se despertó primero!— se burló Flor antes de probar el primer bocado de cereal.

    —¡Para bobas mi hermana, ya de pie tan de mañana!— respondió A a toda prisa, cayendo en cuenta de lo que había dicho— Qué absurdo que sin esfuerzo pudiera armar un burdo verso.

    —Yo no creo que te sea soez porque lo has hecho otra vez— dijo Flor confundida; bajó su cuchara al plato de cereal— ¿Por qué te extraña hablar de esa forma si esto es nuestra vida es una norma?

    —¡Para ya, bruja inmunda, que quiero evitarte una tunda!— amenazó A, quien estalló en gritos coléricos al no encontrar la manera de evitar las rimas.

    —¡Shh! Que el pánico no cunda o mamá se levantará iracunda— se acercó Flor a toda prisa a su hermano para tratar de calmarlo.

    —Las rimas odio con todo mi ser, ¡¿por qué no logro este suplicio detener?— sollozó A con desconsuelo.

    —“Suplicio” no está en mi vocabulario— musitó Flor, como si se le hubiera presentado una revelación.

    —¡Pues ve y búscalo en un diccionario!— reclamó A, provocando que Flor saliera de ahí corriendo y así concluyera su conversación. De ese modo, antes de que las rimas se extendieran a la narración, A tomó una difícil decisión: cruzar la puerta al otro extremo de la habitación y salir por fin de aquella situación.


A sintió un enorme alivio al notar que estaba de regreso en el pasillo, con el Mayordomo enfrente suyo, aún detrás del atril.

    —Tú otra vez— declaró el Mayordomo, esta vez con una sonrisa maliciosa— ¿Qué ha provocado que frente a mí de nuevo estés?

    —¡Para ya, maldita sea!— reclamó A iracundo— Tú lo hiciste, ¿verdad?

    —Molestarte ahora, sí; lo que haya pasado tras la puerta, no en lo absoluto.

    —¿Y por qué todo eran malditas rimas?— dijo A, exaltado y confundido.

    —Yo no tengo control sobre lo que hay detrás de cada puerta; sólo recibo ala gente y los veo pasar— confesó el Mayordomo con un poco de tristeza.

    —Creo que no estoy siendo justo contigo— dijo A con arrepentimiento.

    —Es posible— dijo el Mayordomo, una vez más con el rostro inexpresivo—. Antes de que cruces, debería decirte esto: hay puertas que más vale no cruzar. Todavía puedes cambiar el rumbo.

    —Lo intentaré una vez más— afirmó A con seguridad—, pero gracias; tomaré en cuenta lo que dices.


Sin más, A cruzó de nueva cuenta la puerta con la corona, y así lo hizo en repetidas ocasiones; siempre volvía al pasillo porque algo le había disgustado. Así lo hizo cuando la ensalada tuvo pasas, o como cuando el ponche no estuvo tan dulce como le gustaba. Uno de sus regresos fue porque Flor había cambiado la música que él había puesto y otro porque su padre le regaló una camiseta de Queens University y no de Queen como él quería.

    Cuando A regresó al pasillo por enésima vez, ya no se molestó en darle explicación alguna al mayordomo; sólo cruzó de nuevo por la puerta con la corona. Al llegar la hora de la cena, A fue el primero en ocupar su lugar en el comedor. Al centro se encontraba el mismo candelabro de siempre, al cual se le apagó una de las velas cuando entró una pequeña brisa invernal.

    A se inclinó para volver a encender la vela, y fue ahí cuando notó lo gastado y viejo que estaba el candelabro. Lo observó con calma por un largo instante, y cuando encendió la vela faltante, miró con detenimiento también todo a su alrededor. Fue entonces que se dio cuenta de lo cambiado que estaba todo a su alrededor. Esta vez había sólo cuatro platos sobre la mesa, cercanos uno al otro, a la espera de igual cantidad de personas.

    Del otro lado del comedor, la madre de A pedía ayuda con las pequeñas cazuelas de comida que había preparado. Atónito, A observó cómo la preciosa cabellera de su madre ahora brillaba como la plata y se mecía a la par de su delicado andar. Sin dudarlo, A se levantó de prisa a ayudar, y al mismo tiempo, le gritaba a Flor para que también lo hiciera.

    —A veces pienso que sí usas— bromeó la madre entre risas mientras avanzaba con paso lento al comedor—. Flor llegará pronto; tu padre fue por ella.

    —Cierto— musitó A mientras bajaba la cazuela que llevaba; todo lo que veía le causaba la mayor consternación de su vida—. Mamá, ¿viene la abuela?

    —Aquí estará con nosotros, hijo— respondió la madre con una enorme sonrisa que buscaba reprimir el llanto nostálgico a toda costa—. Ella siempre está con nosotros.

    A tragó saliva, pero no alcanzaba para digerir todo lo que ocurría a su alrededor. Mientras terminaba de acomodar la mesa junto a su madre, se escuchó que alguien abrió la puerta; eran Flor y su padre. Al verlos entrar al comedor, A sintió una mezcla de alegría y temor. 

Flor lucía tan bella y jovial como siempre, aunque la vestimenta y unas discretas ojeras le revelaron que su hermana menor ya no era una chiquilla traviesa. A su padre, en cambio, tardó en reconocerlo; el hombre robusto de mirada recia era ahora un adulto mayor tan delgado que podría elevarse con la brisa invernal, y sus ojos delataban el cansancio de alguien que siempre se mostró incansable.

Luego de saludarse, los cuatro se sentaron a la mesa y después de dar gracias, comenzaron a cenar. Flor platicaba con emoción sobre las excitantes experiencias de los últimos meses y de lo realizada que se sentía en ese punto de su vida. Su madre escuchaba con atención cada palabra, con ojos bien abiertos y orgullosos, mientras que su padre bromeaba cada tanto, así como antes no se lo permitía a sí mismo, pero ahora lo disfrutaba.

—¡¿Qué pasó, Mary Jane?!— Flor bromeó con A al notarlo tan callado y distante— ¿No te alegra que tu hermanita sea una rockstar?

—Me alegra— dijo A con rostro inexpresivo. Tenía la mirada clavada en el candelabro; en una pequeña parte notó en su reflejo que su rostro también se veía avejentado—, ¿pero qué pasó? ¿Por qué siento que me perdí de tanto?

—El tiempo, hijo, eso pasó— respondió la madre con nostalgia.

—Ya sabes, lo normal, lo que ocurre cuando vives en este planeta y no en tu mundo— Flor continuó bromeando.

—Este campeón siempre fue algo de otro mundo, ¿verdad, hijo?— bromeó también el padre, a la par que le dio tres palmadas en la espalda a A, quien se levantó de repente.

—Necesito un vaso de agua— se disculpó A mientras se dirigía mareado y con prisa hacia la puerta roja que separaba al comedor de la cocina.


Cuando A regresó al pasillo por enésima primera vez, miró al Mayordomo y empezó a llorar.

    —¿Qué pasó?— preguntó el Mayordomo con preocupación genuina.

    —¡El tiempo, eso pasó!— se quejó A con amargura— Debí hacerte caso y no cruzar más.

    —Esa no era opción— aseguró el Mayordomo con seriedad—. No es opción negarse a cruzar; sí lo es decidir con cautela qué puerta abrir, y eso fue lo que no hiciste.

    —Quiero regresar.

    —No sé si es posible— el Mayordomo bajó la mirada—, y si he de ser franco, no creo que haya marcha atrás.

    —¿Y si vuelvo a cruzar?— se precipitó A.

    —No hay garantías de nada— declaró el Mayordomo con tono concluyente.


A miró al Mayordomo, quien lo veía expectante desde su atril. La mirada de A después se debió a la puerta con la corona y se concentró ahí por un largo instante. Cerró los ojos, inhaló con fuerza y se dirigió hacia la misma puerta, la cual cerró de un portazo, provocando que la corona cayera al suelo, desintegrándose al instante.

    A sintió un enorme alivio al saberse en casa. Había aparecido en su habitación, aunque le tomó un largo tiempo descubrirlo, puesto que nada estaba en su sitio. Fue hasta que notó su viejo póster de Queen en el suelo que supo dónde se encontraba.

    Cuando salió de su cuarto, notó que la casa estaba en penumbra, además de oler a viejo y encerrado. Al llegar al comedor, se encontró con una mesa desnuda y vacía, sin intención alguna de recibir a alguien. Después notó que al otro extremo ya no había división entre el comedor y la cocina; la puerta roja no estaba más.

    A caminó hacia la sala, donde yacían los restos de lo que alguna vez fue un pino natural. En la pared más grande de la habitación, se encontraban tres cuadros colocados al centro, cada uno con una foto diferente y arreglos florales como adornos; dos de ellos con claveles, y el tercero con girasoles, las favoritas de Flor. A soltó un enorme suspiro, aunque esta vez no se preguntó qué pasó; ya tenía claro que había sido el tiempo


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