Del trinar y otros demonios

 

Fuente: Pixabay.

—Sin lugar a dudas, es un pájaro.

—¡Eso ya lo sé, doctor obvio!— reclamó el paciente con irónica impaciencia—. Quiero saber cómo puede llegar un pájaro a mi ojo.

—Eso apenas un oculista, que yo soy médico general. O en todo caso un ornitólogo; suerte si encuentras a uno que sea ambas cosas.

—Charlatán— refunfuñó el hombre ante la indiferencia del doctor; se dispuso a marcharse.

—Imbécil— murmuró el médico.

—Prefiero neurótico— concluyó el hombre mientras se despedía de su interlocutor mostrándole ambos dedos medios; cerró con violencia la puerta del consultorio.


Era ya el sexto día con esa molestia en el ojo derecho de Rubén; un pajarillo que si no se asomaba cada tanto en la ventana que era el iris, ya le picaba los globos oculares, como reclamando con desesperación salir de aquella cárcel.

Los primeros síntomas llegaron después de la última cita con Nínive. Luego de una no tan deliciosa cena, sintió que el poema que le había escrito mejoraría la experiencia, siendo el ramo de violetas el cierre triunfal, la cereza en el pastel. La joven de ojos azules se marchó encantada, o eso creyó él, que no dejaba de tallarse el párpado luego de que una molesta comezón le comenzara.

Rascarse no sirvió, tampoco todas las infusiones de la alacena, y luego de cuatro tomas de loratadina concluyó que esa no era una alergia. Fue entonces que corrió al baño para verse al espejo e inspeccionar su ojo; fue ahí cuando tuvo su primer encuentro con aquel intruso.

Ya se había escondido seis días de Nínive, pero no podría hacerlo por más tiempo, o pensaría que la evitaba por haber hecho alguna maldad. Por eso quedaron de verse en el Café París para almorzar. Rubén se dirigió al sitio después de la fallida consulta, luego de haber hecho una parada técnica para conseguir un parche y con él cubrirse el ojo; a ver cómo explicaba semejante extravagancia.

—¡Qué pasó, Catalina Creel!— gritó una insolente voz; Rubén supo que era a él a quien le hablaban. Era el doctor.

—Lárgate, Plombier— le dijo Rubén con desgano a su doctor y amigo—, que no tarda en llegar.

—Por eso vine con tanta prisa; creo que ya sé qué pasa— dijo el médico mientras se acomodaba frente a Rubén— y será rápido. Ya verás que me habré ido para cuando llegue Nínive.

—Bueno, dime— Rubén se tallaba con suavidad el ojo invadido; lo hacía cada que el pájaro se asomaba, tratando de ahuyentarlo.

—¿Cuándo fue la última vez que tuviste contacto con poesía?

—¡No me chingues!— Rubén golpeó la mesa con frustración— No tengo tiempo ni humor para tus pendejadas.

—No es joda— el rostro de Plombier coincidía con sus palabras—. Ahora, dime.

—Seis días.

—¿Por qué?

—Cuando lo hago, el pájaro me pica el ojo.

—Necesito que te quites el parche— dijo Plombier, a lo que Rubén accedió. El doctor miró con atención el ojo de su paciente, pero no encontró nada—. Intentaré algo… Puso el poeta en sus versos todas las perlas del mar…

—¡Para!— exigió Rubén mientras se cubría el ojo; se alcanzó a ver al pájaro moverse con desenfreno.

—Intentaré algo más— declaró Plombier mientras asentía con interés—. Nínive, Nínive, Nínive…

—¡Basta!— Rubén golpeó otra vez la mesa, llamando la atención de los comensales del París— ¡El pájaro revolotea en mi ojo!

—Ya tengo tu diagnóstico— afirmó con seriedad el doctor—. Esto lo he visto antes, aunque sólo una vez. Es una rara condición a la que he decidido nombrar Garcinitis, y temo que sé cómo tratarla.

—¡Ni de pedo me voy a disparar!— protestó Rubén al comprender a dónde se dirigía Plombier.

—Pues no veo otra opción; sólo que te dispares.

—¡Siempre dices eso!— reclamó Rubén mientras se colocaba de nuevo el parche— Ahora lárgate, que ya no tarda en llegar.


Estaba en lo cierto. Apenas unos minutos después de la salida de Plombier, Nínive llegó al París. Su rostro de preocupación no le daba buena espina a Rubén, aún y cuando el pájaro revoloteaba alegre al interior del globo ocular.

Se detuvo al escuchar a Nínive. “Debemos terminar”, le dijo a Rubén quien en sincronía con el pájaro azul, se quedó helado. La joven se disculpó, aunque alegaba no poder seguir en una relación con un gandul, aunque tuviera corazón de oro. Además, ya muy pronto se iría del país; ya no habría más veladas en el café, porque se iría al verdadero París.

Rubén asintió con dolor; le deseó suerte con la voz entrecortada por el ardor de la absenta y el dolor de lo que desde ese momento sería una ausencia. Fue así, la tarde de un 21 de marzo, que Nínive se fue, y el pájaro azul, tal y como llegó, también se esfumó.


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