Sopa de miso





Fuente: Pixabay.

Ñom, ñom, ñom. 

Cerró los ojos con lentitud. Los abrió, mirando la nada; continuó en lo suyo. 

Chop, chop, chop. 

Parpadeó con rapidez tres o cuatro veces, y suspiró tratando de conservar la calma. Miró su plato; ahora la comida comenzaba a lucir desagradable, viscosa, vomitiva. “No importa, no ahora”. Intentó seguir.

Sup, sup, ¡sup! 

Rastreó con desesperación entre las mesas el origen. “Alguien no aprendió a usar la cuchara”. Apoyó su espalda en el respaldo de la silla, como intentando oprimir la tensión. Con discreción, exhaló hacia el cielo. “Tú puedes… sí puedes”, se animaba en voz baja.

Sfff, sfff, ¡sip! Sfff, sfff, ¡sip!

¿Ese era el límite? Las sienes le comenzaron a saltar. Bum, bum… bum, bum… Parpadeaba sin control; respiraba con notoria exaltación. Sus ojos danzaban. Cuchillo, plato, nada. Lámpara, copa, cuchillo.

Cuchillo.

—Disculpe usted, ¿necesita algún tipo de asistencia?— preguntó el mesero consternado.

Un grito desesperado retumbó. Se había levantado de su asiento con precipitación, empujando al mesero al suelo.  

—¡Cállense! ¡Cállense, cállense por el amor de Dios!

Su diestra temblaba de forma desenfrenada; fue inevitable que el cuchillo se le cayera. Los comensales se quedaron inmóviles; al fin en silencio. Cerró los ojos con lentitud. Inhaló, exhaló. Inhaló, exhaló… Estiró su brazo para alcanzar su copa; quería brindar.

—Disculpen ustedes la vergonzosa escena de hace un momento. Olvidemos todo esto, y por favor únanse a mí, que estoy celebrando mi exitosa recuperación de la misofonía.


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