Sin ninguna otra preocupación más que la de llegar a casa a tiempo para la comida, Gustavo caminaba sin prisa, tarareando la canción que en sus audífonos sonaba. Se imaginaba dentro de un video musical, incluso en la escena final de una película. Más que caminar, danzaba. Inmerso en lo rutinario de su camino, ya ni siquiera prestaba atención a lo que había a sus costados.
Ni una novedad.
Claro que a pesar de la gris monotonía de la ruta, esperanzado, siempre volteaba a la casa naranja con el número 315 en su exterior. Todos los días, sin excepción, de reojo miraba con atención aquel inmueble situado en una esquina. Su intención no era en algún futuro despojarla de sus bienes; tampoco es que acosara a quien ahí viviera.
La razón era más simple. Algo banal. Afuera de esa casa, en una sencilla jardinera de concreto, se hallaba un vistoso granado que ya por aquel entonces comenzaba a dar frutos, por lo que Gustavo pasaba al acecho, rogándole al cielo que hubiera alguna deliciosa granada para cortarla y comerla. La saboreaba sólo de pensarla.
Ya había visto a dos o tres prospectas de buen aspecto, y sólo era cuestión de esperar un par de días más antes de que estuvieran en su punto. Por supuesto que era más sencillo ir a la frutería y comprarlas; se ahorraba la espera e incluso los problemas, pero no el dinero. Ese lo tenía siempre justo. Traía apenas lo necesario para la escuela, y para ahorrar un poco es que volvía a casa caminando.
Ayer por la tarde intentó cortar una, pero la señora de la casa se asomó por la ventana justo en ese instante. —¡Ah, qué bonito!, ¡muchacho canijo!— gritó la mujer, provocando que Gustavo huyera despavorido. Incluso consideró cambiar su ruta, a raíz de la vergüenza que sentía. Pero eso fue ayer.
Hoy por la mañana, cuando se dirigía a la escuela, logró ver que la mujer salía de viaje, o eso parecía. Había abordado un taxi de esos que traen un avión pintado en las puertas. La vida le había otorgado la oportunidad perfecta para, ahora sí, hacerse de su anhelado fruto.
Por eso hoy caminaba tan contento. Más bien danzaba, más que de costumbre.
Al llegar al sitio, Gustavo echó un vistazo por la ventana, para asegurarse de que, en efecto, aquella mujer no estuviera. Miró aquí, allá y acullá, y al no encontrar ninguna señal de vida, se acercó al granado; el momento había llegado. Al fin podría reclamar el premio mayor; había dos grandes, gordas y jugosas granadas que podría llevar consigo. Incluso pensó que una de ellas podría usarse para preparar chiles en nogada.
Ya con el botín en sus manos, estaba listo para irse a casa. Escuchó entonces el sonido de la ventana abrirse, lo cual le dejó paralizó por un instante. Luego se echó a correr atemorizado, y su temor fue mayor cuando escuchó que alguien corría detrás de él. —En la madre, la doña— murmuró agitado, sin perder de vista el frente.
No obstante, la torpeza de Gustavo al correr lo hizo tropezar y caer, provocando que su tesoro rodara por la calle. Como pudo, se levantó para seguir huyendo; ya las granadas no importaban. Al instante, sintió cómo una fuerza lo jaló de la mochila, haciéndolo caer una vez más.
—Ya te cargó el payaso, perro; no vayas a gritar— escuchó que dijo entre dientes quien estaba detrás suyo—. Haz como que no pasó nada y camina conmigo.
Así, rehén de quién sabe qué circunstancia, Gustavo caminó temiendo por lo que pasaría. Llegaron a la casa naranja de donde había huído; lo empujaron al interior.
—¡Señor! ¡Le juro que no lo quería molestar! ¡Si quiere le pago las granadas pero por favor, no me haga na…
—¡Que te calles, chinga’!— interrumpió el hombre a Gustavo, quien estaba visiblemente alterado.
—¿De qué pinchis granadas habla este güey?— preguntó un segundo individuo.
—Pues, sus granadas, señor. Las que corté de su árbol— afirmó Gustavo al borde del llanto.
—Oh, que la… ¡que te calles, pues!— insistió el primer sujeto.
—Morro, así de compas, ¿qué viste?— increpó el otro hombre.
—¿Cómo que qué vi, señor?— preguntó Gustavo, ya un poco más controlado.
—Mira, no te hagas el tonto conmigo, morro, que te va a cargar la chingada.
—Pero es que yo no vi nada, señor...— insistió Gustavo, quien dejaba de estar temeroso para tornarse confundido— ¿Qué no ustedes viven aquí con la señora?
—Mta, cabrón, se me hace que este vato ni en cuenta—murmuró el segundo a su compañero.
—Pos… pos sí, pero… pero pos ahora ya sabe, así que yo digo que nos evitemos el pedo, ¿no?— sugirió el segundo.
—¿Qué? ¡No! ¡No, no, no, por favor, no me maten!— Gustavo suplicaba en medio de gritos desgarradores.
—¡Cállate ya, pinchi vato llorón!— arremetió desesperado el primer hombre, quien le apuntó con su pistola a Gustavo.
En ese mismo instante, se comenzaron a escuchar las sirenas de una patrulla acercándose al sitio. Nerviosos, los hombres volteaban a todos lados, buscando una salida al lío en que estaban metidos. De pronto, ambos corrieron al fondo de la casa, hacia lo que parecía ser el patio. Instantes después, se escuchó cómo una puerta se azotaba y los sujetos huían por arriba de las casas contiguas.
Aún en pánico, pero aliviado, Gustavo salió disparado por el frente de la casa. Qué infortunio haberlo hecho justo cuando la patrulla arribó al sitio. Desesperado, el joven se acercó de prisa a los policías, contándoles entre sollozos sobre lo ocurrido. Pero los policías no escucharon al joven. Alguien había llamado alertando de un peligroso jovencito que miraba al interior de las casas.
—Ya te cargó el payaso, perro; no vayas a gritar— dijo entre dientes uno de los oficiales. Gustavo se rindió; dejó de escuchar lo que ocurría a su alrededor. Se desconectó de la realidad. Ya ni siquiera prestaba atención a lo que había a sus costados, o enfrente suyo.
Ni una novedad.
Nada le importaba ya, nada más allá de aquel granado que no dejaba de mirar. Luego, comenzó a llorar, y no fue porque lo habían arrestado, o por la inminente regañiza que sus padres le pondrían en casa. Ni siquiera por la vergüenza que pasó ante toda la gente que con morbo y expectación veía aquella escena.
La tragedia fue que no pudo saborear aquel par de granadas dulces.
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