Terminal

 


Because I’m still in love with you
on this harvest moon.
Neil Young

Tras despertar del profundo sueño etílico en el que se encontraba, Román se halló a sí mismo en un espacio que le generó confusión, tanta que sentía cómo todo daba vueltas. “No lo vuelvo a hacer” pensó antes de relajar su cuerpo y recostarse de nuevo en el frío suelo. Giró su cabeza con ligereza, cuidando no empeorar su mareo y expulsar el veneno que creyó remedio. Luego de tener dificultades para enfocar la vista, distinguió una serie de puertas idénticas.
Román exhaló con pesar luego de concluir que otra vez había terminado inconsciente en algún sitio desconocido tras pasar la noche con amistades efímeras y botellas de distintos colores y graduaciones. Resignado, se dejó caer al suelo hasta sentir que había recuperado el equilibrio, y una vez que pudo reincorporarse y sentarse, quedó de frente a un sujeto que no reconoció de ninguna parte. Román entrecerró los ojos, como creyendo que eso le ayudaría a identificar más rápido al individuo que lo miraba con atención, sin gesto alguno.
—¿Me podrías pedir un taxi?— Román aún arrastraba las palabras al hablar.
—Lo siento, pero tal cosa no existe aquí— resolvió el Mayordomo con rostro de extrañeza.
—¿Y cómo llegué aquí?— reclamó Román con la terquedad que en ocasiones el alcohol trae consigo.
—Cruzando por una puerta— respondió el Mayordomo con pasividad.
—¿Y cómo se larga uno de aquí?— preguntó Román exaltado. Su postura se había alzado; buscaba lucir intimidante aunque más bien se veía vulnerable en el suelo, aún sentado.
—Muy fácil— dijo el Mayordomo con tono burlón—, cruzando por una puerta.
—Si es tan fácil, ¿por qué sigues aquí?— respondió Román entre risas— Yo no sé qué clase de idiota estaría aquí por voluntad.
—Usted llegó de forma voluntaria— refutó el Mayordomo, quien permaneció reflexivo por un instante; parpadeó y continuó—. No discutiré con usted las políticas operativas del Pasillo de las Diez Puertas.
—¡¿El qué de la qué?!— exclamó Román con molestia— ¡Dime cómo me largo de aquí! Ya quiero dejar esto atrás.
—Cruce por cualquier puerta— concluyó el Mayordomo con desagrado.

Con dificultad y torpeza, Román se puso de pie, y tambaleante se dirigió hacia la puerta número 8, con la cual chocó antes de lograr girar la perilla.
Tras cruzar el umbral, Román recobró la conciencia y los cinco sentidos. Ya no estaba mareado, pero aún se sentía confundido al no tener la certeza de dónde se encontraba, más allá de saber que estaba sentado al interior de un espacio reducido. Un vistazo a su derecha bastó para corroborar que estaba al interior de un baño público. Sin saber por qué, descargó el inodoro y salió para lavar sus manos. Al mirarse al espejo notó que sus ojos estaban rojos, lo cual le resultó extraño. Se llevó un poco de agua a la cara confiando que lo refrescaría, y sin más, salió del baño.
Román se detuvo para apreciar con detenimiento su alrededor, el cual le resultaba familiar. Las fuertes luces blancas no le restaban protagonismo al nublado cielo de aquella noche de luna menguante. A los costados, una amplia diversidad de locales comerciales, todos cerrados, formaban un largo pasillo que encontraba su final en lo que parecía ser una gran sala, donde los ires y venires de varios individuos delataban prisa e inquietud.
Conforme se fue acercando, Román encontró a aquel sitio aún más familiar en todo sentido; el olor de la comida caliente del único restaurante abierto, el abrasivo humo de un cigarro mentolado que alguien fumó de contrabando al interior, la escandalosa loción de un anciano que orgulloso caminaba con un arreglo floral en sus manos, hasta el aroma a café instantáneo económico y sustituto de crema que alguien había derramado y no se había molestado en limpiar.
Román apretó los párpados, soltó un largo suspiro y cuando abrió los ojos, dirigió su mirada hacia arriba, donde se encontró con un objeto que reconocía muy bien. Un letrero metálico, un tanto oxidado y con la pintura decolorada, con el número ocho inscrito en él. La respiración de Román comenzó a acelerarse, a la par que tragó saliva y sintió un leve mareo. No concebía estar de nuevo ahí.
Una suave voz femenina saludó a Román; él la reconoció al instante. Bajó la mirada con calma y la dirigió a su derecha, de donde provino la voz. Ahí estaba ella, mirándolo con ojos alegres y una cálida sonrisa, sosteniendo un enorme vaso blanco de unicel con chocolate caliente, al cual ya se le había formado una delgada capa de nata.
—No tenían malvaviscos— ella se disculpó, mientras le extendía la bebida sin dejar de sonreír—. Así lo probé cuando llegué; estoy segura de que te hubiera encantado así, pero ya será la próxima vez.
—Seguro— Román palideció, quedándose estático. Quiso decir más, pero sintió cómo su garganta se cerró; sabía que nunca hubo una próxima vez.
—¡Pero recíbemelo!— ella insistió, acercándole más el vaso de unicel— Te caería muy bien ahora; parece que has visto a un fantasma.
—Perdón— él extendió su mano temblorosa y recibió la bebida; derramó un poco por accidente sobre uno de los impecables tenis blancos de ella, así como fue la última vez—. ¡Perdón, perdón!
—No te apures— ella lo miró con rostro serio un instante. Luego una mueca de malicia se formó en su rostro. Estiró la pierna y se limpió el tenis en el pantalón negro de Román; ella estalló en risas, pero volvió al rostro serio al notar que él no se divertía como ella lo hacía—. ¿Qué pasó Rorro-man? ¿Por qué tan serio?
—Me acabo de dar cuenta de que esta será la última vez que te vea— la voz de Román se cortaba cada dos palabras; estaba seguro de lo que decía.
—¡No seas tonto!— ella rió con ternura y se acercó a darle un abrazo breve— ¿Qué no me vas a visitar nunca? Además, vendré para la feria, así podré comer en ese lugar que tanto me presumiste el tiempo que estuve aquí.
—¿Tú crees?— él sonó incrédulo, incluso resentido; la feria llegó, pero ella no lo hizo.
—Román— ella le tomó la mano que tenía libre; la apretó con fuerza y trató de buscar su mirada que permanecía esquiva—, en serio quiero volver. El tiempo que pasamos juntos ha sido de lo más increíble que me lo he pasado en la vida. Pero oye, también tú no seas malo y ven a verme; también mereces que alguien te haga sentir increíble.
—Tú lo haces— él por fin le concedió una mirada—, y temo que no ocurra nunca más.
—Nunca digas nunca— ella le sonrió; con el pulgar le acariciaba el dorso de la mano—. Además, ¿por qué pasarlo así en este momento? Ya lo dijo Celia: no hay que llorar…
—...que la vida es un carnaval. Tienes razón— Román accedió luego de soltar un largo suspiro; hizo una mueca, tratando de formar una sonrisa que ya se había esfumado. De reojo observó unas luces coloridas, y luego de un mejor vistazo, confirmó que era una máquina de muñecos de peluche—. Tengo una idea, ven.
—Mientras no sea ese horrible karaoke, voy contigo a donde sea— ella bromeó y en el acto caminó detrás de él.
Luego de pedirle que dejara el vaso de unicel sobre un dispensador de chicles a un costado, Román hurgó en los bolsillos del pantalón en busca de monedas para la máquina, pero sólo encontró una. Decidido, depositó la moneda y comenzó a jugar ante el rostro de emoción y encanto de ella, que con la mirada seguía el danzar titubeante de la garra mecánica.
Él tenía como objetivo una tortuga de peluche, recordando que era el animal favorito de ella. Sin embargo, por más que se concentró, el tiempo se agotó y la garra cayó, atrapando a un sencillo pero adorable oso de peluche color café, sin boca cosida y de ojos que parecían tristes; el mismo de la última vez. Con emoción, ella corrió a arrebatárselo.
—¡¿Cómo supiste que quería este osito?!— ella exclamó con encanto mientras admiraba al muñeco de peluche— Mira, tiene los ojitos igualitos a los que tienes ahora.
—¡Boba!— él musitó entre lo que parecía ser una risa tímida.
—¡Hasta que te ríes!— ella celebró entre más risas; sus ojos brillaban— Hasta te perdono que ni le hiciste caso al chocolate que te compré.
La alegría del momento se vio interrumpida por el sonido de los parlantes, anunciando la salida del autobús del andén número ocho. Ambos se miraron; él volvió al semblante serio; ella sonrió, tratando de ahogar la tristeza.
—¿Seguro que no vienes?— ella no dejaba de mirarlo mientras buscaba el boleto en su mochila.
—Me encantaría— dijo Román; tenía la mirada gacha.
—¡No me hagas venir por ti, Rorro-man!— ella bromeó mientras abría los brazos; él respondió al abrazo al instante.
—Te voy a extrañar— Román le dijo al oído, para después darle un beso en la mejilla derecha.
—Yo también— ella dijo tras suspirar. Se apartó de él, lo miró a los ojos un instante; sonrió—. Anda, dame otro beso.

Román sonrió y se acercó para darle un segundo beso en la mejilla derecha. Ambos sonrieron, y sin decir más, ella se despidió con la mano, moviendo los dedos medio, anular y meñique, de adelante hacia atrás. Entonces cruzó el pequeño punto de revisión, hasta que se perdió entre las demás personas que pasaron después de ella.
Un sinfín de pensamientos comenzaron a atormentarlo. Quizás esperaba otro beso, no en la mejilla. Quizás debió abrazarla por más tiempo; quizás debió ir con ella. Quizás debió decirle que la amaba.
Ella se había ido, y ya no volvería más.
Todo en su ser comenzó a doler. Ahora ella era ya un momento en el pasado, y eso era lo que le dolía más. Una sensación de vacío en su estómago comenzó a crecer, al igual que la desesperación de no poderlo llenar.
Sin pensarlo mucho, Román se dirigió al restaurante de la terminal, caminó directo a la barra y pidió una cerveza oscura, a la cual le dio un primer y largo trago; dos más y ya se la había terminado. Después pidió otra, luego otra más; cuatro no era mucho y cinco apenas el arranque. 
Al pedir la sexta, obtuvo una insistente negativa por parte del bartender, quien le recomendó tomar un taxi e ir a casa. Indignado, Román dejó un billete sobre la barra, y tambaleante salió del restaurante para dirigirse a toda prisa a los baños públicos. Apenas logró encerrarse en uno de los inodoros, comenzó a llorar desconsolado hasta perder la conciencia.
Tras despertar del profundo sueño en el que se encontraba, Román se halló a sí mismo en un espacio que lo regresó al espiral de confusión. Tal y como lo hace quien despierta luego de una siesta, respiró con fuerza mientras estiraba los brazos, movimiento que fue interrumpido con una agresiva tos, producto del desagradable olor de los baños públicos. Con prisa, Román se acomodó el pantalón y descargó el inodoro para salir de ahí en el acto. 
Al estar de frente al espejo del lavamanos, notó que sus ojos estaban rojos, lo cual le extrañó por un instante, preguntándose cuánto tiempo había dormido. Se llevó un poco de agua a la cara, confiando que lo refrescaría, y sin más, salió del baño.
Román se detuvo cuando el largo pasillo de locales comerciales cerrados le confirmaban dónde se encontraba. Atónito, abrió los ojos y soltó un largo suspiro; su piel se erizó al notar el letrero metálico con el número ocho inscrito en él. No concebía estar de nuevo ahí; no otra vez. Quería darse la vuelta y no enfrentarse de nuevo a ese difícil momento, pero el sentido de compromiso lo llevó a avanzar.
Antes de encontrarse con ella, Román notó que dos jóvenes risueños tenían en su poder una tortuga de peluche, por lo que sin pensarlo mucho, sacó el primer billete que encontró en su cartera y lo ofreció a cambio del muñeco, y sin dejar espacio a reacciones, Román lo arrebató de las manos del joven que lo traía consigo.
—Aquí hay de dos sopas— exclamó ella de forma burlona al ver a Román—: o te atoraste y te salvó la persona que limpia, o no había papel y tuviste que usar un calcetín. Eso explicaría tu caminadito ese.
—Te traje algo— dijo Román mientras le extendía la tortuga de peluche.
—¡Guácala, Rorro-man! ¿Lo sacaste del baño?— ella dijo entre risas; lucía emocionada con el obsequio— Y yo que nada más te compré esto— ella se disculpó mientras le extendía un enorme vaso blanco de unicel—; no tenían malvaviscos y como ya pasó rato, es más nata que chocolate. La próxima vez mejor te compro un pan.
—Me gusta la nata— musitó Román mientras se acercaba el vaso a la boca; por las dudas le sopló, aunque no le tomó—, ¿pero me comprarás un pan?
—¡Pues claro!— ella dijo emocionada— Un pan rico, de los que se hacen en mi rancho, no como la masa tiesa que aquí venden.
—¿Y si no hay próxima vez?— la voz de Román se cortó en la última palabra. La mano con la que sostenía el vaso de unicel comenzó a temblarle con ligereza.
—¡No seas tonto!— ella rió mientras le lanzaba un golpe juguetón con el peluche, provocando que por accidente se derramara un poco de chocolate sobre uno de los impecables tenis blancos de ella.
—¡Perdón, perdón!— se apresuró él a disculparse.
—No sé si pueda— ella musitó con un disgusto que pronto se reveló como broma; la risa siempre la delataba—, porque me diste una tortuga con vida, ¡y mucha sed!
Ella comenzó a fingir los sonidos de una multitud horrorizada mientras dirigía la tortuga de peluche al tenis sucio, limpiándolo con el área de la boca, jugueteando con que bebía el chocolate derramado e imitando los sonidos de alguien masticando. Román se divertía al verla tan alegre; se enterneció tanto que una lágrima rodó por su mejilla.
—¿Qué pasa, Rorro-man?— ella preguntó preocupada— Perdón si te ofendí por limpiar la mancha con “Tortuguín”.
—No es eso, boba— dijo Román entre risas; su voz sonaba un poco rota—, es que te voy a extrañar.
—¡Ay, Román!— ella exclamó conmovida; le tomó la mano que tenía libre y la apretó con fuerza— En serio quiero volver. El tiempo que pasamos juntos ha sido de lo más increíble que he vivido. Pero oye, también tú no seas malo y ven a verme para chiquearte como tú a mí.
Antes de que Román pudiera decir algo más, el sonido del parlante anunciaba la salida del autobús del andén número ocho. Ambos se miraron; él soltó otra lágrima y ella sonrió, forzando la tristeza a seguir encerrada.
—¿Seguro que no vienes?— ella no dejaba de mirarlo mientras sacaba su boleto de la mochila.
—Me encantaría— dijo Román viéndola a los ojos, sabiendo que eso jamás pasó.
—¡No me hagas venir por ti!— ella bromeó mientras abría los brazos; él respondió al abrazo al instante.
—Te voy a extrañar— Román dijo tras suspirar. Después le dio un beso en la mejilla derecha.
—Yo también— ella dijo luego de también suspirar. Se apartó de él, lo miró a los ojos un instante; sonrió—. Anda, dame otro beso que ya me voy.
Román sonrió y se acercó a ella. Quería besar sus labios, pero decidió darle un segundo beso en la mejilla derecha. Ambos sonrieron; ella comenzó a avanzar hacia el punto de revisión.
—¡Espera!— Román exclamó, a lo que ella se detuvo de inmediato. Volteó a verlo con un rostro que revelaba emoción y nervios. Un sinfín de pensamientos comenzaron a inundarlo. Quizás debía besarla; quizás debía abrazarla otra vez. Quería decirle que la amaba; titubeo — El pan de aquí no es masa tiesa.
—¡Tonto!— ella exclamó entre risas. Sin decir más, se despidió con la mano derecha, moviendo los dedos medio, anular y meñique, de adelante hacia atrás. Entonces cruzó el pequeño punto de revisión, hasta que se perdió entre las demás personas que pasaron después de ella, quien se había ido  y ya no volvería más. 
Todo en el ser de Román comenzó a doler. Ahora ella era ya un instante en el pasado, y eso era lo que le dolía más. Una sensación de vacío comenzó a crecer en su interior, al igual que la desesperación de no poderlo llenar. 
Sin pensarlo mucho, Román se dirigió al restaurante de la terminal, caminó directo a la barra y pidió una cerveza oscura, la cual bebió de un largo y profundo trago que le supo amargo y desagradable. Al notar la rapidez con la que el hombre bebió, el bartender le dijo que no podría venderle más alcohol a menos que consumiera alimentos. Sin decir nada, Román dejó un billete sobre la barra y salió del restaurante. De pronto sintió cómo su estómago se revolvió, por lo que se dirigió a toda prisa a los baños públicos, y apenas logró encerrarse en uno de los inodoros, colapsó.
Tras despertar del profundo sueño en el que se encontraba, Román se halló a sí mismo en un espacio que lo regresó al espiral de confusión. Cerró los ojos por un momento; pesaban tanto que por un instante ignoró estar en el suelo. Al caer en cuenta de ello, se levantó agitado y se dirigió al lavamanos para, en el acto, lavarse la cara. Cuando se vio al espejo, notó que sus ojos estaban rojos y su rostro pálido, lo cual le extrañó, preguntándose qué había pasado. Volvió a enjuagarse la cara para después salir del baño.
Román era consciente de haber regresado, aún y cuando no concebía estar de nuevo ahí, no otra vez. Contempló por un par de segundos el letrero metálico con el número ocho inscrito en él, y tras soltar un largo suspiro, avanzó decidido.
—Esa es la sonrisa de alguien que no sufre estreñimiento— dijo ella entre risas al ver llegar a Román, quien no ocultaba su rostro de alegría.
—¡Qué tonta eres!— él también rió; extendió la mano derecha hacia el enorme vaso blanco de unicel que ella sostenía— Es para mí, ¿no?
—Cómprate tu chocolate; este es mío— bromeó ella—. Obvio es tuyo, sólo que no tenían malvaviscos. Con cuidado que está caliente.
—Así sabe mejor— dijo Román sonriente mientras se acercaba el vaso a la boca; por las dudas le sopló y después le bebió.
—Te veo muy contento, Rorro-man, ¿qué no me vas a extrañar?— preguntó ella, también sonriente.
—Ya te extraño— aseguró Román tratando de disimular su sonrisa—, pero pronto iré a visitar tu rancho.
—¡Eso me encantaría!— exclamó ella con emoción— Espero que no me hagas venir por ti.
—No será necesario— dijo él para después darle otro sorbo a su chocolate caliente. Antes de que pudieran decir algo más, el sonido del parlante comenzó a anunciar la salida del autobús del andén número ocho. Ambos se miraron sonrientes.
—¿Seguro que no vienes?— ella no dejaba de mirarlo mientras sacaba su boleto de la mochila.
—Vámonos— dijo Román viéndola a los ojos, mientras alzaba el boleto que había comprado momentos antes.
—¡¿En serio?!— ella veía el boleto con incredulidad— No traes ropa, ¡no traes nada!
—Allá compro un cambio, ¿o no hay tiendas en tu rancho?— bromeó él mientras extendía la mano que tenía libre para tomar la maleta de ella.
—Tonto— ella musitó; en su rostro se había dibujado una enorme sonrisa—. Vámonos pues.
Así ambos cruzaron el punto de revisión y se formaron en la fila para esperar a abordar el autobús. Ambos sonreían emocionados; ella no dejaba de contarle sobre los lugares a los que irían, y él no paraba de preguntar qué más harían. Cuando ya se disponían a subir al camión, Román sintió un fuerte dolor en el estómago, seguido de la urgente necesidad de ir al baño. Preguntó si podía ir al interior de la unidad, pero una persona de la línea le dijo que sólo estaban en funcionamiento durante el viaje; en cambio le ofreció ir a los sanitarios de la terminal, aunque le recomendó no demorar, ya que pronto partirían.
Con la mirada, Román se disculpó con ella, quien se divertía con la situación. Él corrió apresurado al baño, y apenas cinco minutos después, se dirigió de regreso al andén número ocho, sólo para encontrarse con que el autobús ya no estaba ahí. Román comenzó a sentir pánico y desesperación. Volteaba la cabeza a todos lados, pero no veía rastro de ella en ninguna parte. Preguntó a un par de empleados de la línea por el autobús que debía tomar, pero nadie pudo darle explicaciones.
Ansioso, Román sacó su teléfono para marcarle a ella, pero no encontró su número ni en la lista de contactos ni en el historial de llamadas. La buscó en redes sociales, pero tampoco la encontró; no había rastro de ella por ninguna parte, como si nunca hubiera existido. Ella se había esfumado; él no supo en qué momento se fue, pero sí que ya no volvería más. Todo en el ser de Román comenzó a doler. Ahora ella era un recuerdo que no podía revivir, y eso era lo que le dolía más. Una sensación de pérdida y vacío comenzó a crecer en su interior, al igual que la desesperación de no poderlo llenar.
Sin mayor remedio, Román se dirigió a su casa, y ya ahí, se sirvió el primer vaso de licor, el cual se esfumó mientras pensaba que nunca la besó. El segundo trago le acompañó mientras pensaba que nunca pudo decirle que la amaba; el tercero fue el último que contó tras perderse en el tormento de no haber tenido un adiós más apropiado.
Los días pasaron y los tragos se hicieron botellas que se acumularon en el basurero. La casa se sentía solitaria, la cama fría y vacía, tal y como creía que sería su vida sin ella. La buscó en los sitios donde estuvieron, pero lo único que encontró fue a sí mismo, aún más solo. Intentó en los bares, donde encontró de todo menos lo que buscaba. Trató en un sinfín de fiestas repletas de personas, pero al final seguía siendo sólo él. Quiso llevar calor a su cama, pero cuando la fiebre se evaporaba, no había nadie más que él. Los días se hicieron años, y ella no estaba en nada, y nadie sería ella.
Tras despertar de uno de sus profundos sueños etílicos en los que con frecuencia se encontraba, Román se halló a sí mismo en un espacio que le generó confusión, tanta que sentía cómo todo daba vueltas. “No lo vuelvo a hacer” pensó antes de relajar su cuerpo y recostarse de nuevo en el frío suelo. Giró su cabeza con ligereza, cuidando no empeorar su mareo y expulsar el veneno que creyó remedio. Luego de tener dificultades para enfocar la vista, distinguió una serie de puertas idénticas que reconoció al instante.
—Volviste pronto— dijo el Mayordomo con sorpresa.
—¿De qué hablas?— respondió Román con molestia— Ha pasado mucho tiempo.
—Sólo fue un instante— resolvió el Mayordomo con rostro de extrañeza.
—Para mí ha parecido una maldita eternidad— reclamó Román—, ¿cómo es que regresé aquí?
—Igual que la última vez— respondió el Mayordomo con pasividad.
—¿Y cómo se larga uno de aquí?— preguntó Román con frustración.
—Igual que la última vez— dijo el Mayordomo, aún con tono pasivo.
Con dificultad y torpeza, Román se puso de pie, y tambaleante se dirigió hacia la puerta número ocho, con la cual chocó antes de lograr girar la perilla.

Tras cruzar el umbral, Román recobró la conciencia y los cinco sentidos. Un vistazo a su derecha bastó para corroborar que estaba al interior de un baño público. Sin saber por qué, descargó el inodoro y salió para lavar sus manos. Al verse en el espejo, notó que su mirada lucía cansada. Suspiró y salió del baño.
Román era consciente de haber regresado. Contempló por un instante el letrero metálico, un poco oxidado y decolorado con el número ocho inscrito en él, y tras soltar un largo suspiro, avanzó con paso calmo.
—¡Te tomó una eternidad volver!— ella bromeó— ¿Dónde estabas?
—Me perdí— dijo él con pena.
—Tonto— ella rió con ternura—, ¡hasta te extrañé!
—Y yo a ti— musitó él.
—Ten— ella le extendió un enorme vaso blanco de unicel—, no tenían malvaviscos.


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