Sala de espera

 


Tras cruzar el umbral de la puerta no. 6, y luego de un lapso breve de inconsciencia, Gil reaccionó para encontrarse a sí mismo recostado en un cómodo sillón rojo de lo que parecía ser una sala de espera, aunque sin la certeza de saber qué esperaba. Al notarse solo en el sitio, decidió marcharse y emprender su regreso a casa.

El enorme reloj de pared lo ubicó en el tiempo; ambas manecillas estaban a una posición de las doce, por lo que debían ser las 11:59, sabe si de la noche o del día. Gil se limitó a soltar un diminuto gemido que delataba su desconcierto. Giró la perilla y cruzó la puerta, aunque al hacerlo, no salió a la calle o a otra habitación, sino de nueva cuenta a la sala de espera de la que pretendía salir.

Creyendo que aquello era una broma de mal gusto, caminó directo a la puerta que se encontraba del otro extremo del sitio, sólo para llevarse la desagradable sorpresa de encontrarse una vez más en el mismo lugar. Miró de reojo el reloj, que aún marcaba la misma hora, 11:59, sabe si de la noche o del día.

Gil se sintió mareado, producto de la confusión y el disgusto del momento. Caminó hacia el dispensador de agua y de prisa se sirvió un gran vaso de agua fría, la cual bebió de un sólo y desesperado trago. Luego de soltar un largo suspiro y tomar un breve respiro, distinguió el inconfundible olor a café recién colado que provenía de la percoladora a un lado del dispensador. Tomó un vaso blanco de unicel y lo llenó de café negro, sin azúcar, sin crema, bien caliente. Con delicadeza, Gil caminó hacia el cómodo sillón rojo y se dispuso a esperar lo que sea que debiera esperar mientras disfrutaba su café. 

De pronto escuchó que la puerta se abrió, y por ella cruzó una mujer mayor, de mirada triste y cansada luego de varias décadas de trabajo y penurias. Gil saludó con la mirada a la mujer desconocida, a lo que ella respondió con una mueca de rencor.

—¿Por qué?— preguntó la mujer con la voz entrecortada.

—¿Disculpe?— Gil la miró con un desconcierto mayor al que ya tenía; no se movió de su sitio.

—¿Por qué lo hizo?— insistió la mujer.

—Perdone, pero no sé de qué habla— la confusión en Gil era aún mayor.

—No lo dudo— el tono triste de la mujer se tornó duro, tosco—. Usted pudo dormir tranquilo, pero a mí me costó varias noches en vela, angustiada.

—Señora, ¡¿de qué me habla?!— Gil pasó de la confusión al enojo— Me confunde con alguien más.

—Es fácil olvidar cuando la haces, pero no cuando la pagas— un semblante de ira comenzó a dominar en el rostro de la mujer.

—¡Déjese de cosas, señora! ¿De qué demonios habla?— reclamó Gil.

—Usted vino a mi negocio; compró muchas cosas esa vez, mucho alcohol, sobre todo alcohol— recordaba la mujer con enojo—. Me pagó con varios billetes grandes, todos falsos.

—No la entiendo, señora— Gil relajó el tono. Fingía demencia, pero recordaba con claridad aquella Nochebuena de hacía diez años.

—Segura estoy de que no lo entiende— musitó la mujer, luego alzó la voz—. Seguro tampoco entenderá que le arruinó las cuentas a mi familia y a mí por su chistecito de los billetes, ¿y todo para qué? ¿Para embriagarse en Navidad?

—No pensé en eso— murmuró Gil con lástima.

—¡Claro que no pensó! ¡Sólo pensó en usted!

—Por favor, déjeme pagarle— Gil se levantó de prisa del cómodo sillón rojo, manoseándose los distintos bolsillos en sus prendas.

—Ni se moleste— lo detuvo la mujer—, que ya es muy tarde.

—Díganme si puedo hacer algo por usted, por favor— Gil insistió.

—Ya es muy tarde— sentenció la mujer para, al instante, salir por la puerta por donde entró.


Gil corrió detrás de ella, pero no la encontró; se halló de nuevo en la sala de espera. Miró al enorme reloj de pared; el segundero se había movido tres posiciones. Aún eran las 11:59, sabe si de la noche o el día. Cuando Gil miró la mesita frente al cómodo sillón rojo, no encontró el vaso blanco de unicel que había dejado ahí.

Confundido, decidió servirse uno nuevo, por lo que se acercó a la percoladora a un lado del dispensador. Notó, sin embargo, algo que en la ocasión anterior no estaba: un montón de botellas de distintos tipos de alcohol, idénticas a las que había tomado del negocio de aquella mujer.

Sin pensarlo, Gil se sirvió una porción generosa de whisky y dejó la botella sin tapar junto a las demás. Regresó al cómodo sillón rojo y cuando se disponía a dar un largo y único trago al alcohol, observó las botellas al fondo. La imagen en su mente de aquella mujer era inevitable, igual que un leve sentimiento de culpa. Trató de convencerse de no sentirse así; después de todo, no la conocía ni le importaba como para preocuparse.

Cuando había tomado valor para beber el licor, el inquietante sentimiento de culpa lo golpeó con la fuerza de un repentino dolor de cabeza, por lo que con desesperación dejó el vaso blanco de unicel sobre la mesa, a la par que soltaba un gruñido de disgusto para después dirigirse con desgano a servirse un nuevo vaso de café negro, sin azúcar, sin crema, bien caliente, al cual sopló para evitar quemarse con el primer sorbo.

Entonces Gil escuchó cómo la puerta a su izquierda se abría, y por ella cruzó un hombre, más o menos de la misma edad que él, con el pelo teñido de gris por los años y algunas arrugas que delataban a un ser que había sonreído mucho en su vida. Gil miró al hombre sobre el borde de su vaso blanco de unicel; estaba sentado en el cómodo sillón rojo. Entonces reconoció una cara familiar en él.

—¿Jaime?— preguntó Gil con sorpresa mientras bajaba su café.

—¡Carrillo!— respondió el hombre al reconocer en el sujeto del cómodo sillón rojo a un viejo amigo. En su rostro se dibujó una sonrisa genuina— ¡¿Qué pasó, cabrón?! ¡Cuánto tiempo!

Los dos hombres se encontraron en un cálido y fraternal abrazo sellado por tres fuertes pero cordiales palmadas en la espalda. Ambos reían con la emoción propia de un momento así. Gil invitó a Jaime a volver al cómodo sillón rojo y le ofreció café caliente.

—Pero veo que tú estás tomando algo más fuerte— dijo Jaime con entusiasmo al percibir el olor del vaso blanco de unicel con whisky sobre la mesita— ¿Por qué no me das de lo que estás tomando?

—Sólo tomo café— musitó Gil con pena.

—¡No seas cabrón, Carrillo!— reclamó Jaime entre risas mientras se levantaba del sillón para dirigirse a las botellas, de donde tomó la de whisky que estaba abierta— A ver, pásame un vasito para echarme un güiscachito.

—De veras, yo sólo tengo café; nada más— insistió Gil, quien se había levantado para extenderle un vaso al hombre.

—¡Sí serás cabrón! Bien que te conozco, pinche pichicato— dijo Jaime sin perder la sonrisa mientras se servía un poco de whisky, el cual olió de su vaso— ¡Uy, qué chulada! ¡Este sí es güisqui y no chingaderas! Es del mismo de aquella Nochebuena, ¿edá?

—Ese mismo— confirmó Gil con mayor vergüenza; clavó su mirada al suelo.

—Ven a sentarte y brindemos por estar aquí— Jaime tomó lugar en el cómodo sillón rojo— Uy, y luego está uno bien a gusto aquí.

Gil se regresó a su asiento en el sillón rojo, el cual sintió menos cómodo. Tomó el vaso blanco de unicel con whisky y lo alzó en dirección del hombre, con el cual brindó. Luego, temeroso, bebió el alcohol en un gran y largo trago, del cual derramó un poco al notarle un sabor agrio y repugnante, de consistencia viscosa y de olor fétido. Gil sintió el deseo de vomitar, aunque se contuvo para evitar avergonzarse frente al viejo amigo al que no veía hacía tiempo, y quien parecía haber disfrutado del trago.

—¡Ay, cabrón!— celebró Jaime mientras se aclaraba la garganta— ¡Chulada de güisqui! Sabe tan rico como lo recordaba.

—Desde entonces no lo he tomado— mintió Gil entre muecas, aún tratando de contener el asco.

—Imagino— dijo Jaime, a quien se le esfumó la sonrisa al recordar esa noche—. También fue la última vez que nos vimos, cabrón. Diez años, imagínate.

—Mucho tiempo— musitó Gil mientras asentía; por fin el asco se había esfumado.

—Ya te extrañaba, cabrón, en serio— confesó Jaime mientras recargaba su mano sobre el hombro de Gil.

—Yo también— respondió Gil, una vez más agachando la mirada, en un intento por esconder su vergüenza. 

—¿Y por qué ya no me hablaste? Nunca respondiste mis llamadas— la voz de Jaime se quebró—. Fueron varias veces que me quedé esperándote, cabrón. Todas las veces esperé a que llegaras. Mi vieja se enojaba siempre, me decía que ya no dejara que me hicieras pendejo, pero siempre estuve esperando a mi amigo; siempre hubo una cerveza para ti.

—No sabía— Gil evitaba mirar a Jaime; su mirada seguía clavada en el suelo.

—Sí sabías, cabrón, y eso es lo que más me dolió— Jaime se levantó del sillón rojo—. Es lo que más me duele. Ahora te veo aquí, después de todo este tiempo, pero no hay mucho por hacer.

—Pero quiero hacer algo— Gil miró al instante a Jaime, quien parecía distante—. Debe haber algo que pueda hacer.

—Ya es muy tarde— concluyó Jaime antes de salir de la sala de espera.

Gil se apresuró para alcanzarlo, pero al cruzar la puerta, se halló de nuevo en la sala de espera. Miró el enorme reloj de pared; el segundero se había movido cinco posiciones. Aún eran las 11:59, sabe si de la noche o el día. Cuando Gil miró la mesita frente al menos cómodo sillón rojo, no encontró ninguno de los vasos blancos de unicel que había encima; tampoco rastro alguno del alcohol que derramó antes.

Mareado y confundido, decidió servirse agua fría, por lo que se acercó al dispensador. Notó, sin embargo, algo que en la ocasión anterior no estaba en el suelo: una pequeña hielera de unicel, rebosante de latas de cerveza oscura, flotando en lo que alguna vez fue hielo, así como una enorme olla llena de carne asada, fría, maloliente y repleta de queresas.

El olor de la carne putrefacta le causó asco a Gil, quien comenzó a vomitar en un bote de basura que estaba al pie del dispensador de agua. Cuando logró reincorporarse, se sirvió de nuevo agua helada y la bebió de golpe. Una vez que se retiró el vaso de unicel blanco de la boca y ya no tuvo obstrucción en el rostro, notó que en el menos cómodo sillón rojo había una mujer sentada que tenía la mirada clavada en el horizonte, buscando todo y nada a la vez.

—Nunca cambiaste— dijo con frialdad la mujer, quien había visto a Gil vomitar, no sólo esa vez sino en múltiples ocasiones.

—¿De qué habla?— Gil trató de enfocar mejor la vista en la persona que había dicho eso como si lo conociera de toda la vida.

—Nunca cambiaste, pero nunca esperé que lo hicieras— insistió la mujer sin mover la mirada de su sitio, ni algún otro músculo que no fuera los de la boca.

—¡¿Minina?!— preguntó Gil atónito; se apoyó en el dispensador de agua al sentir que perdía el equilibrio.

—Hace más de once años que no me dices así— la mujer por fin miró a Gil, sin embargo lo hizo con desconcierto—. Desde entonces sólo fue Minerva y ya,

—¿Dónde estamos?— preguntó Gil confundido; trataba de avanzar en la plática. Ir en círculos siempre les causó discusiones.

—No me sorprende. Veo la cantidad de botellas, te vi vomitar sin control, ebrio, como siempre— las fosas nasales de Minerva la delataban.

—No he tomado, te lo prometo— Gil se movió del dispensador y caminó hacia la mujer—. Sólo café, en serio; te ofrezco uno.

—Hueles a alcohol— dijo Minerva con disgusto mientras se recorría en el sillón rojo, evitando el contacto con Gil—. Ese mismo alcohol corriente que siempre comprabas.

—¡Sólo fue un trago!— Gil se disculpó precipitado.

—Siempre es sólo un trago—la voz de Minerva se quebró; decidió darle la espalda a Gil.

—Pero en verdad fue sólo uno, ¡y ni siquiera me lo terminé!— Gil comenzó a exaltarse; trataba de ver a Minerva a los ojos, pero ella seguía evitando el contacto— ¡¿Por qué no me miras?!

—Hace ocho años que no te vemos— respondió Minerva en voz baja; trataba de ocultar los pesares del ayer—, y hace cuatro que me resigné a ya no verte más. Tú así lo quisiste.

—Te quise a ti— Gil agachó la mirada; la desesperación se condensó en la forma de un par de lágrimas—. Te quiero a ti.

—Siempre dijiste eso— Minerva lo miró de nuevo; ella también lloraba—. Cada vez que volvías de tus interminables parrandas; cada quince días, cuando buscabas mi perdón por las cosas tan feas que decías y hacías en tus borracheras, las no sé cuántas veces que te veían con alguien más y lo negabas hasta que ya no tenías otra salida que no fuera suplicar por perdón.

—Siempre te quise, minina— Gil dijo, luego de pasar saliva; hacerlo le quemó.

—Dejé de creer aquella Navidad, hace diez años— Minerva se levantó de su lugar; su postura era de tensión, de confrontación—. Me llamaste como a ella. Dijiste que me amabas, pero dijiste su nombre. La misma a la que negaste desde el comienzo; siempre fue ella antes que yo.

—¡Estuve contigo!— Gil reclamó— Me quedé contigo, hasta formamos una familia.

—Ni estar es amar, ni procrear a un niño es tener una familia, Gil— Minerva dijo mientras se acercaba a la puerta—. Vivíamos los tres bajo un mismo techo, pero ese no era un hogar. Nunca tuvimos una familia. Jamás me apoyaste en nada, jamás me escuchaste, ¡ni siquiera me acompañabas a desayunar! Y mejor ni hablar del niño.

—Minerva— como pudo, Gil la nombró; las palabras luchaban con desesperación para no morir ahogadas—. No tenía idea.

—Cómo tenerla si siempre fuiste sólo tú; siempre pensaste sólo en ti— Minerva giró la perilla de la puerta y se dispuso a salir.

—Quédate, por favor— la voz de Gil se quebró con esa última palabra. Quiso pedir perdón, pero no pudo pronunciarlo. Entonces comenzó a sentir una gran presión en el pecho.

—Ya es muy tarde— sentenció Minerva antes de salir y cerrar la puerta con la delicadeza del pesar.


El aire comenzó a faltarle a Gil; sus latidos se aceleraron y un gran escalofrío sacudió su persona y su conciencia. Esforzándose por mantener el equilibrio, Gil se apoyó del descansabrazos del ahora menos cómodo sillón rojo, en el cual se sentó de golpe para descansar, lastimándose por la dureza del asiento. Suspiró, pero el dolor seguía oprimiéndolo.

Gil observó de reojo el enorme reloj de pared; aún eran las 11:59, sabe si de la noche o el día. El segundero se movió cinco posiciones, y al hacerlo, se comenzó a escuchar las primeras melodías de un bolero que resultaba familiar. “No hay clemencia en mi dolor”, decía uno de los versos de la canción que sonaba de fondo en la sala de espera.

“Nuestro primer baile”, recordó Gil con un nudo en la garganta luego de escarbar entre recuerdos y nadar entre lagunas mentales. Recordó lo hermosa que Minerva lucía; también que trajo el rimel corrido casi toda la fiesta por ver a su marido cayéndose de borracho en la que debía ser una noche especial para los dos.

La canción terminó, y Gil creyó que pronto dejaría de sentir la presión en el pecho que tanto lo aquejaba. Apenas un instante después de terminar, la melodía inicial sonó de nuevo; ahí estaba otra vez ese bolero. Desesperado, Gil comenzó a buscar en todos los rincones de la sala de espera; tenía que averiguar de dónde venía aquella música que comenzaba a atormentarlo.

Al no hallar la fuente del sonido, y su desesperación ser tan reverberante, corrió hacia el dispensador de agua, pero al ver de reojo el whisky que estaba abierto, sin pensarlo, tomó la botella y bebió directo de ella. Su sabor era más agrio y repugnante que la vez anterior; al contacto con la lengua se percibía una consistencia viscosa, pegajosa y con grumos que, de forma inevitable, tronaban al contacto con la lengua o dientes, haciendo de la experiencia algo repulsivo.

Gil se forzó a pasar el enorme trago, pero su organismo se rehusó a participar de esa blasfemia y rechazó el licor, provocando un vómito incontrolable en el hombre, quien debilitado se sostenía del dispensador de agua para no caer. Una vez que terminó y se sintió aliviado, Gil se arrodilló en el suelo; aún estaba tembloroso y hacía palidecido. Suspiró; el mal sabor ya era menor, mientras que el dolor en el pecho aún persistía.

—¿Estás bien?— preguntó una voz profunda que provenía del lado opuesto a Gil, en dirección del ahora rígido sillón rojo.

—No lo estoy— Gil agachó la cabeza. Veía el suelo; ahí se encontró de frente con la inmundicia de todo lo que salió de su ser.

—Quería asegurarme— dijo la voz que pronto se volvió también una mano que le ofrecía apoyo a Gil—. Ya levántate, papá.

—¿Hijo?— Gil levantó la mirada para ver a su interlocutor; le costaba debido a la hinchazón de sus ojos luego de tanto llorar.

—Veo que aún estás consciente; ya es ganancia— bromeó el hijo mientras resistía el peso de su padre, que batallaba para levantarse—. Anda, siéntate acá.

—¿Qué haces aquí, hijo?— preguntó Gil una vez que se reincorporó.

—Quería ver si estabas bien— el hijo hizo una breve pausa; suspiró—. Al menos estás.

—Y estaré para ti, hijo mío— Gil también se detuvo para ver de frente al hombre joven ante él; una lágrima rodó por su mejilla al ver cómo el tiempo parecía haber sido gentil con ese muchacho.

—Papá— el hijo suspiró; trató de mantener la calma, pero sus fosas nasales lo delataban—. Mira, ya no importa. Hace tiempo que dejé eso atrás.

—¿Con qué, hijo?— Gil se mostró preocupado de forma genuina.

—Con que pasaras tiempo conmigo— el hijo hizo una mueca, como tratando de contener sus palabras; no pudo—. Con tener un papá de verdad.

—Yo lo soy, hijo; yo soy tu papá— Gil sollozó.

—Tú me engendraste, pero eso no basta para que puedas llamarte “padre”— el hijo hizo una larga pausa. Suspiró y continuó—. En verdad, no importa ya. Sólo quería saber que estabas bien.

—No lo estoy— Gil apenas podía hablar; sus palabras se ahogaban en el mar de su llanto.

—También te traje esto— el hijo le extendió un periódico doblado; ya no hacía contacto visual con su progenitor—. Es el de hoy, pero esto pasó ayer.

Gil identificó al instante a una de las personas retratadas en la primera plana. El titular decía su nombre y resaltaba su más reciente logro en su profesión. Había escuchado que su hijo era talentoso, pero poco sabía el por qué. 

Cuando dejó de apreciar el diario, Gil levantó la mirada para ver a su hijo, quien esperaba junto a la puerta. Aquel joven de pronto lucía cansado, triste y decepcionado. Miró por un instante a su padre, revelando a través de sus ojos a un niño que hizo de todo por compartir algo con su progenitor. Gil sintió con más fuerza la opresión en su pecho cuando su vástago se dio la vuelta para salir.

—¡Hijo!— Gil tragó saliva; el agrio sabor se había acentuado— Lamento habérmelo perdido. Te juro que estaré la próxima vez.

—Ya es muy tarde— concluyó el hijo, quien prefirió no recordarle que cada vez que falló dijo esas mismas palabras. Cruzó la puerta y salió de la sala de espera, dejando en ella a un hombre devastado por la culpa.


Movido por la desesperación, Gil reunió fuerzas y corrió para alcanzar a su hijo, pero al cruzar la puerta, se halló de nuevo en la sala de espera, donde aquel bolero aún seguía sonando. Decepcionado, Gil se dirigió hacia el rígido sillón rojo para descansar, pero al sentarse, lo sintió incómodo de formas que no lograba entender.

Frente a él, en la mesita, reposaba el diario que le había sido entregado. Su foto y nombre aún lucían con distinción en la primera plana; al menos eso no había cambiado. Leyó con devoción toda la nota y la emoción de leer sobre los triunfos de su hijo hizo que la opresión en el pecho disminuyera un poco.

Al no tener nada más por hacer, Gil siguió hojeando el diario en busca de algo interesante. Entonces llegó a la mitad del periódico, en donde algo le devolvió el malestar en el pecho y lo hizo palidecer una vez más.

“Se informa a la comunidad en general sobre el sensible fallecimiento del señor Gilberto Carrillo. Su servicio fúnebre será anunciado” se leía en la esquela del tamaño de la página entera. En el momento en que Gil despegó la vista de la página, el reloj comenzó a sonar; marcaba las 12 en punto.

Horrorizado, Gil salió de la sala de espera, sólo para encontrarse de nuevo dentro de ella, con el diario abierto en la sección de la esquela, el reloj aún marcando las doce y el bolero sonando sin cesar. Todo estaba en su sitio, igual que las veces anteriores, aunque con una adición que era imposible ignorar. Al fondo de la habitación se encontraba un féretro sencillo, abierto de modo que se podía ver en su interior.

Pálido, tembloroso y mareado, Gil se acercó con paso lento al ataúd, hasta que estuvo tan cerca para apreciar que quien yacía al interior era él mismo, sin color, sin aliento, sin alma. Atónito apreció sus restos mortales por un instante que pareció una eternidad. Se miró con una tristeza que caló tan hondo en su ser que terminó convirtiéndose en lástima.

Algo en los ojos de su cadáver le llamó la atención; estaban entrecerrados. Recordó cuando tenía trece años; contemplaba el ataúd de su padre, un hombre a quien detestó por su irresponsabilidad, desinterés y vicios; el tipo de persona en la que, de manera irónica, se convirtió. La abuela tomó del hombro al joven, quien veía al interior del féretro con estoicismo. Gil hizo notar que su padre tenía los ojos un poco abiertos. Ella aseguró que era porque se fue con asuntos sin resolver.

Gil apoyó la mano izquierda en su caja mortuoria. Por encima del hombro miró en dirección de la puerta, deseando que alguien cruzara a su encuentro, sin embargo ya no había modo de entrar o salir; la puerta se había esfumado. Devolvió la mirada a su propio ataúd, suspiró con fuerza y se echó a llorar; fue el único que lo hizo. Entendió que a su despedida nadie más vendría ya; sólo quedaba él, como en vida alguna vez fue. 

El enorme reloj de pared marcaba las doce. Gil deseaba remediar todo aquello que hizo mal. La opresión en el pecho le hacía llorar cuando pensaba que ya no había manera; ya era muy tarde.


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