Contrario a lo que pensó, la salida al otro extremo fue a través de un túnel formado por árboles. La escena resultaba encantadora; un jardín tan enorme que la vista no alcanzaba a apreciar la belleza que se escondía detrás del horizonte. Árboles con frutas brillantes y coloridas, flores cuyo perfume se podía apreciar a metros de distancia y un pasto tan verde, suave y gentil como para dormir por siempre ahí.
De pronto, el asombro fue interrumpido por un pequeño jalón que sintió en la nuca; alguien le había arrancado un pelo, pero no había nadie ahí. La diminuta molestia quedó atrás al ver a un bello colibrí volando cerca suyo; pensó que la suerte por fin le sonreía.
Entonces sintió cómo le despojaron de otro cabello, y luego otro, y después cinco más. Al mirar sobre su hombro en busca de culpables, sólo encontró un puñado más de colibríes que no le quitaban la mirada de encima. Entre ellos, existía la creencia de que ver a un ser humano era de buena suerte, y para prolongar la fortuna, había que conseguir un pelo.
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