So long, it was so long ago
but I’ve still got the blues for you.
Gary Moore
Esa pregunta lo inquietó como hacía mucho nada lo había logrado. Se había adaptado tan bien al pasillo de las Diez Puertas que ya no podía imaginarse en algún otro sitio; ya no había recuerdos de momentos, canciones, sabores, olores, ni rastro ni rostro alguno. Todo se reducía a su espacio ahí, en medio de la nada y el todo.
Cuando recién ocupó su lugar, sintió la inquietud de cruzar una puerta, la que fuera; algo fascinante debía esconderse al menos en una. Con el tiempo, al observar cómo algunos iban y volvían cada vez más atormentados, esa idea pareció menos atractiva, hasta que sin darse cuenta se olvidó de ella.
No estaba seguro de cuántos años habían pasado desde entonces; esas nociones son ficción ahí. Por la cantidad de personas que habían cruzado, podía hacerse una idea aproximada; quizás una o dos décadas. A la vez, resultaba engañoso; un mismo individuo podía volver al pasillo en un par de instantes y lucir diez años más viejo, así que no había modo de saberlo. Era mejor no pensar en ello.
Luego de un breve lapso de inquietud, el Mayordomo volvió a su sitio, a la espera de la próxima persona que cruzara, aunque al no registrarse actividad cercana, corrió de prisa a la puerta no. 1, la más cercana, e intentó abrirla sin éxito alguno; la manija estaba tan rígida que era imposible girarla, por lo que luego de varios intentos, él desistió.
Creyó que algo en su atuendo podría ser lo que le impidiera abrir cualquier puerta, por lo que se deshizo de la corbata e intentó de nuevo, obteniendo el mismo resultado de la vez anterior. Así que se despojó del saco, se arremangó la camisa e intentó una vez más; nada. Perseverante, se fue deshaciendo de todas sus prendas en cada intento, hasta que se quedó sin nada encima, sólo su ímpetu tenaz.
Cuando estuvo a punto de girar la perilla, escuchó el sonido de la puerta cerrándose detrás suyo, aunque no había nada ahí, sólo una gran pared. La vergüenza comenzó a marearle, pero una voz le salvó del trance al que estuvo a punto de caer.
—Disculpe, joven— titubeó la voz de una mujer mayor—. ¿Podría usted indicarme dónde estoy?
—Le doy la bienvenida al pasillo de las Diez Puertas— saludó el Mayordomo con pena; al despojarse de sus prendas, también lo hizo de su elegancia. Permaneció de espaldas a la mujer para no exhibirse aún más—. Sea libre de elegir el camino a seguir.
—Veo que la libertad es lo que abunda aquí— bromeó la mujer—. No se preocupe, joven; yo entiendo las modas actuales. No le quito mucho de su tiempo de… la actividad que esté realizando. Sólo me gustaría pedirle, si no es mucha molestia, que me indique cuál es la salida.
—¡Ojalá lo supiera!— respondió el Mayordomo tras soltar una risa burlona y nerviosa.
—No tiene por qué ser descortés, joven— reclamó la mujer con indignación—. Si tan sólo me indicara la salida, ya no le quitaría más de su valioso tiempo.
—¿Tiempo?— respingó el Mayordomo, quien cubrió sus partes para, al instante, girarse y encarar a la mujer. Una vez que la vio a los ojos, se quedó helado; ella exclamó sorprendida. El silencio reinó en el pasillo.
—Te ves justo como te recordaba— dijo por fin la mujer; la voz se le cortó, su mirada era de incredulidad.
—Bárbara— balbuceó el Mayordomo, quien parecía salir de un trance.
—Una eternidad esperé este instante— Bárbara dijo entre sollozos—. Pensé que ya no te vería más, Ricardo.
—Ricardo— repitió el Mayordomo con un volumen apenas audible. Entonces, una lágrima rodó por su mejilla, y de pronto, perdió el equilibrio, cayendo al suelo, donde por fin, luego de una eternidad, rompió en llanto.
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