Pocas veces una pareja había llegado al pasillo de las Diez Puertas, pero ellos estaban convencidos de cruzar juntos. Decían que no podían concebir la existencia sin el otro, y que estaban hechos para compartir una eternidad. A pesar de las advertencias, ambos insistieron en que debían hacerlo juntos, por lo que ante la mirada incrédula del Mayordomo, la pareja se tomó de la mano y, después de besarse con pasión, ambos cruzaron la puerta no. 10.
Tras cruzar el umbral, se encontraron en el interior de una sencilla pero acogedora casa que maravilló a los dos por ser, con lujo de detalle, idéntica al nido de amor del que tanto hablaron. Todos los bienes materiales que anhelaron estaban a su alcance, y por la gran ventana del recibidor se podía admirar un precioso jardín que lucía con vividez un amplio espectro de colores que daban a la pareja una sensación de calma e inspiración.
Ella observó que en uno de los árboles, un pajarito estaba construyendo un nido con varias ramas y hojas secas, con una admirable dedicación y devoción por tener el lugar perfecto para que sus pajaritos crezcan. Conmovida por aquella escena, sugirió que salieran a conocer y recorrer afuera; él aceptó gustoso la espontánea propuesta.
Con la cortesía que siempre tenía, él se adelantó para abrir la puerta principal, la única que conducía al exterior. Sin embargo, la manija estaba tan rígida que era imposible girarla, por lo que luego de varios intentos, él desistió. Sin desanimarse, ella sugirió intentar más tarde, y mientras tanto, propuso ir a conocer y explorar su recámara.
Los primeros días pasaron la mayor parte del tiempo al interior de la habitación, dando rienda suelta a su imaginación y deseos, sin preocuparse por nada más que saciar su apetito de piel y fluidos. Al terminar, cada vez los periodos de recuperación eran más largos, por lo que debían encontrar la manera de lidiar con los más recurrentes y prolongados silencios, donde sus miradas permanecían clavadas en el techo, sin hacer algún otro tipo de contacto más allá de las palabras.
—¿Entonces te gustan las ardillas?— preguntó él, aún luchando por regular su respiración.
—¡Oh, sí! ¡Me encantan!— ella respondió mientras terminaba de retirarse de la cara el cabello.
—¿Crees que haya alguna merodeando por aquí?— él se rascó la mejilla derecha.
—Es posible; hay muchos árboles— ella se talló la nariz al sentir una ligera obstrucción—. En uno de esos árboles vi a un pajarillo hacer su nidito. Fue adorable; pensé en nosotros.
—¡Qué bonito! ¿Sabes? Me pareció escuchar un caballo anoche— dijo él mientras señalaba hacia adelante—. Creo que el ruido venía de aquel lado.
—¿Cuándo fue eso?— ella preguntó; su concentración estaba puesta en desdoblar la sábana.
—Anoche, ¿tienes frío?— preguntó él tras sentir el movimiento de la sábana.
—Un poco— ella aseguró mientras se acomodaba la sábana hasta el cuello.
—Deberíamos ir por algo caliente, tal vez café— él sugirió.
—No me gusta, acuérdate— ella rechazó, haciendo una pequeña mueca de disgusto.
—Cierto, se me olvida— aseguró él mientras se llevaba la mano derecha a la cara, dándose una pequeña palmada por haberlo olvidado—. ¿Qué tal chocolate?
—¿Hay leche deslactosada?— preguntó ella, levantando ambas cejas— O de soya; la otra me cae mal.
—No recuerdo haber visto— dijo él mientras se levantaba; hizo un ruido que denotaba su esfuerzo por ponerse en pie—, pero echaré un vistazo.
Luego de ajustarse la bata gris, él caminó hacia la cocina para preparar las bebidas. Del refrigerador sacó un envase de leche light, de la cual vació un poco en una sencilla pero adorable taza con la ilustración de dos abejas sonrojadas y la inscripción de una frase en inglés, I love 2 bee with you, emulando la escritura a mano. Colocó la taza en el microondas, y puso la leche a calentar por dos minutos.
Mientras la taza giraba con lentitud, él encendió un pequeño reproductor de música y puso una canción de rock suave. Ella entró a la cocina vistiendo también una bata gris. Se dirigió a cambiar la canción por una del así llamado rey del pop, lo cual incomodó un poco a él, aunque decidió pasarlo por alto.
Un sonido procedente del microondas indicó que la leche estaba lista para recibir el chocolate en polvo y convertirse en una deliciosa bebida, la cual él preparó con delicadeza y le acercó a ella, quien ya estaba sentada en el desayunador.
—Es light, ¿verdad?— preguntó ella apenas percibió el olor de la bebida.
—Eso dijiste, ¿no?— la pequeña sonrisa de encanto en su rostro se desdibujó al instante.
—Deslactosada o de soya— ella confirmó, haciendo un gran esfuerzo por no exaltarse o evidenciar su disgusto—. ¿No hubo o no buscaste?
—No había— concluyó él, aún sin tener la certeza.
—No buscaste, ¿verdad?— ella arqueó las cejas con incredulidad; su postura se tensó.
—No había— él insistió con indiferencia.
—Yo por ti, eh— ella se relajó; se le dibujó una sonrisa traviesa que contenía una carcajada maliciosa—. Después no te quejes de mis fragancias.
Ambos rieron después del chascarrillo de ella. El ambiente se relajó de pronto, aunque casi al instante se sintió monótono. Luego de varios minutos de incómodo silencio, y después de ver más cerca por la ventana al pajarillo que con devoción construía su nido, ella sugirió que hicieran un nuevo intento por salir y conocer el exterior; él aceptó gustoso.
Con la cortesía que siempre tenía, él se adelantó para tratar una vez más de abrir la única puerta que los llevaría a algún lado. Sin embargo, la manija estaba tan rígida que era imposible girarla, por lo que después de varios intentos, él desistió.
—¿Crees que esto esté estancado?— ella preguntó, sin despegar la mirada de la ventana; afuera lucía precioso.
—Sólo debemos seguir intentando— él respondió mientras se dirigía de regreso al comedor—. Iré por cereal.
—¿De cuál tenemos?— ella lo siguió.
—Espérame— él se apresuró a llegar a la alacena, la cual inspeccionó de un vistazo rápido—. Hay una caja del tigre y otra del tucán.
—¿Y del duendecito?— ella se entusiasmó.
—No hay— él aseguró, echando otro vistazo a la alacena.
—¿Seguro que buscaste bien?— ella dudó; el sonar precipitado de los platos sobre la mesa delataron su exaltación.
—Ven y revisa tú— él volteó con mirada retadora; le señaló la alacena.
—Te creo, pues— ella desistió—. Del tucán, por favor.
—¡Sincronía!— él celebró mientras tomaba la caja roja de cereal; cerró la alacena de un portazo para después servir porciones generosas en cada plato.
—¿Y el tucán?— ella veía la caja roja con extrañeza, al mismo tiempo que vaciaba leche light a su plato.
—Lo quitaron porque engorda— él bromeó mientras extendía el brazo en espera del galón de leche.
—No tiene sentido— ella dijo mientras hacía una mueca de disgusto; probó la primera cucharada de cereal.
—Hace tiempo nada lo tiene— él concluyó antes de dar su primera cucharada.
Ambos terminaron su cereal sin haber pronunciado palabra alguna, o siquiera cruzar miradas. El único sonido apreciable era el de las cucharas chocando con ligereza en los platos de cada quien. Cuando ya no quedó nada más por comer, los dos permanecieron en sus lugares, él con la cabeza recargada hacia atrás en su silla, mirando hacia el techo, y ella con la vista puesta en la pequeña ventana de la cocina que permitía ver el hermoso exterior.
—¿Vamos a algún lado?— ella preguntó sin despegar la mirada de aquel pajarito que ya había terminado su nido.
—No lo creo— respondió él, quien aún estaba concentrado en el cielo raso—. Ya me cansé de forzarla.
—Lo hemos intentado poco— ella aseguró.
—Podríamos intentarlo— él volteó la mirada hacia ella—, pero podría no funcionar.
—Con esa actitud, seguro que no— ella musitó; frunció el ceño con disgusto.
—¿Disculpa?— él movió las cejas con desaprobación.
—¡Lo que oíste!— ella se exaltó— Si dejáramos de hacer cosas porque existe la posibilidad de que no funcione, ¿qué sería del mundo?
—¿Uno mejor?— él respondió de forma retadora.
—¿Y cómo sería mejor? ¿Qué cambiaría?— ella se recargó hacia adelante, también con actitud retadora.
—Iríamos a la segura— él se acomodó en la silla, con las piernas hacia el lado izquierdo y el brazo derecho tras el respaldo.
—Explícate— ella arqueó las cejas.
—No habría lugar para el error— él levantó la cabeza un poco; quería demostrar dominio.
—¿Sabes cuál fue mi error?— la pregunta de ella sonó contundente.
—¿Cuál?— se acomodó de nuevo en la silla, ahora con los pies al frente.
—No escoger el cereal del tigre— a ella se le formó una sonrisa burlona; trataba de contener una carcajada maliciosa.
—¿Qué te gustaría hacer mañana?— él preguntó luego de soltar una risa de alivio.
—¿Qué día es mañana?— ella comenzó a buscar un calendario a los alrededores.
—Quién sabe— respondió él con desgano—. Todos se sienten igual.
—Es cierto— ella cedió; hizo una pequeña mueca de disgusto.
—¿Vamos a algún lado?— él preguntó.
—¿Qué caso tiene?— ella cuestionó; suspiró.
—Podemos intentarlo— él sonó esperanzado—. Podríamos ver a ese pajarito que tanto admiras.
—Me encantaría— ella se sonrojó—. Además, puede que ya haya puesto sus huevos.
—Entonces no podemos molestarla— él se apresuró a decir.
—Sólo vamos a verla, no a tocarla— ella dejó de estar sonrojada; ahora su semblante era de seriedad.
—Se podría enojar con nosotros por pretender acercarnos a sus bebés— él dijo con ironía.
—Tienes razón— ella cedió—; yo también enloquecería.
—Por fortuna eso no ocurrirá— él fue determinante.
—¿Qué quieres decir?— ella volteó de prisa, con exaltación.
—¿Acaso no habíamos acordado no traer polluelos a nuestro nidito?— él continuó siendo irónico.
—¡¿Cuándo?!— ella gritó molesta.
—Eh… tú sabes— él se sonrojó; sentía pena—. Cuando estuvimos juntos… la primera vez.
—O sea, cuando fuimos a los filetes; hablas de esa vez que hablamos por horas sobre el final de Alf— ella reclamó; sabía a qué se refería él—. Usa tus palabras.
—Cuando lo hicimos— él musitó.
—¡Ay, por favor!— ella se cubrió la cara con ambas manos; perdía la paciencia— ¡No hay nadie más aquí! ¡Sólo dilo!
—Cuando tuvimos relaciones— él dijo en voz baja, apenado.
—¡No quería tenerlos cuando cogimos la primera vez!— ella increpó— Eras un extraño que había conocido en internet.
—¿Eso soy para ti? ¿Un extraño?— él se puso serio.
—Dije “eras”, ¡e-ras! Ya no, ya no… — ella se detuvo de inmediato; tomó aire con fuerza y después exhaló— ¿Vamos a algún lado?
Ambos se miraron sin decir nada, sin hacer nada. Se comenzó a apreciar el pequeño trinar de varios pajarillos que recién habían roto el cascarón. Ella miró hacia el nido; sus ojos se cristalizaron. Corrió a su habitación. Cuando él se sintió solo en la cocina, una fuerte sensación de culpa y remordimiento le hizo compañía por un instante que pareció eterno.
Con determinación, él se dirigió a hacer un nuevo intento por abrir la única puerta que los llevaría a algún lado. Sin embargo, la manija estaba tan rígida que era imposible girarla, por lo que después de varios intentos, él desistió.
Una vez más derrotado, él volvió a la cocina, en donde ella le esperaba, sosteniendo con firmeza la taza con las abejas sonrojadas.
—Sé honesto— ella sentenció.
—No vamos a ningún lado— él por fin aceptó.
—No— ella lo veía con dureza—. ¿Qué más desconozco de ti? Dímelo, que no quiero sorpresas, en especial si no saldremos de aquí.
—No me gusta la música disco tanto como a ti— él confesó.
—Puedo vivir con eso— ella accedió con molestia; sujetó la taza con más fuerza—. ¿Qué más?
—De hecho, me desagrada un poco cuando tengo mis canciones y tú llegas con las tuyas a un volumen más fuerte— él frunció el ceño.
—Perdón por eso— ella respondió con ironía—. Cuando dijiste, y cito, “me gusta esa música”, pensé que te gustaba. ¡Qué tonta soy!
—¡Lo eres!— él estalló— ¿Cómo puedes decir que Taylor Swift es mejor que Dolly Parton?
—¿Y a ti cómo te puede gustar John Mayer?— ella se defendió— Sabía que esa era una alerta roja, pero decidí ignorarla.
—¡John Mayer es simpático y talentoso!— él reclamó.
—¡¿En qué universo?!— ella también reclamó; el movimiento de sus brazos era enérgico, sin descuidar la taza.
—Uno donde los pájaros recién nacidos vuelan— él dijo con asombro, provocando desconcierto en ella. Se dirigió hacia la ventana y señaló en dirección del árbol—. Mira, parece que volarán pronto.
—¿Por cuánto tiempo hemos discutido?— ella murmuró con preocupación— Porque siento que ha sido una eternidad.
—Deberíamos intentarlo— dijo él con determinación.
Dejándola atrás e ignorando la cortesía que siempre tuvo, él se adelantó para tratar una vez más de abrir la única puerta que los llevaría a algún lado. Sin embargo, la manija estaba tan rígida que era imposible girarla, por lo que después de varios intentos, él desistió.
—Estamos estancados— él dijo con frustración—. No vamos a ningún lado.
Con desesperación y fuerza desmedida, ella lanzó hacia la manija la taza que con tanto recelo sostuvo, provocando que se rompiera en miles de pedazos, aunque sin conseguir que la puerta se abriera.
Cuando imperó el silencio, ambos se dieron cuenta de que el trinar de los pajarillos se había esfumado. Corrieron a asomarse por la ventana de la cocina, de donde tenían una mejor vista del nido, el cual hallaron vacío, sin nada más que una marca efímera de su estancia en el jardín.
Ella resopló frustrada, con decepción; él con culpa. A ese fallido intento le sucedieron varios más, ninguno exitoso. Cada vez sus esfuerzos fueron menores, hasta que se redujeron a nada más que resignación. Contrario a los pajarillos, ellos jamás abandonarían el nido para conocer nuevos horizontes. Ellos no irían a ningún lado.
Comentarios
Publicar un comentario