Cena del 24: pay de manzana



         —No sé si quiero postre— dijo Miky, de nuevo con molestia al recordar lo que pasó en el desayuno.

—Yo le dije que pay de manzana para que pudieras comer, porque mi abuelito se comió el tuyo ayer.

—¿Tú quieres eso?

—Sí quiero— respondió Melissa alegre.

—Entonces que sea pay de manzana— concluyó Miky con una sonrisa que desapareció en el instante en que Melissa salió de la habitación. Ella había dicho algo que le hizo concluir una sola cosa: todo era culpa del abuelo.


Años atrás, cuando la abuela murió, mamá insistió en llevar al abuelo a vivir con ellos, en un intento por librarlo de una mayor depresión. Miky recordaba cómo las discusiones entre sus padres, que ya de por sí eran bastantes, se acrecentaron primero por la decisión de traerlo a casa, y después debido a su presencia. A papá le molestaba sobremanera los comentarios que le hacía cuestionando su hombría por no acompañarle a beber alcohol a todas horas, y más cuando su esposa le pedía hacerlo. Papá siempre se iba, por lo que fue mamá quien empezó a acompañar a su padre; ahí ella desarrolló su problema con la bebida.

“Pinche ruco”, pensaba Miky.

Dos años atrás, en la fiesta de cumpleaños de Melissa, papá le escondió la botella de coñac al abuelo cuando lo empezó a notar tambaleante. El abuelo se molestó porque, decía, le estaban arruinando la fiesta; papá lo llamó “viejo podrido” y le dijo que había tirado su botella al inodoro, por lo que en respuesta, el abuelo echó al baño al pececito que papá le había regalado a Melissa y que había pedido desde la navidad anterior. Ese día Melissa lloró tanto que se desmayó, mientras que se armó un revuelo entre los asistentes a la fiesta.

—Viejo podrido— se repetía Miky mientras recordaba esa y todas las veces que el abuelo había hecho llorar a su hermanita y que, a pesar de todo, seguía queriéndolo y admirándolo. Un calor comenzó a recorrer todo su cuerpo; sintió cómo se estremecía por la furia.

Entonces recordó la navidad pasada. Miky recibió por regaló una computadora de alto rendimiento que le serviría para sus estudios en diseño gráfico. Toda la familia se emocionó junto a Miky, excepto el abuelo, quien le reclamó a mamá y papá por “alcahuetes” ya que, según decía, ese era un clavo más al ataúd de alguien que moriría de hambre. Después se burló de la supuesta falta de madurez de Miky, ya que según le dijo, a su edad él ya se había casado, construido su propia casa y tenía dos camionetas.

Miky sintió la pena y el coraje con la misma intensidad que aquella noche. Ese fue el último empujón que necesitó.

—Hoy se muere ese viejo cabrón.


Miky observó alrededor de su habitación, en búsqueda de algo que le diera ideas de cómo emprender su oscuro plan. De reojo notó que en su mesita de noche había una caja de aspirinas, con lo que recordó al instante que el abuelo se había vuelto alérgico a ellas. Tras pensarlo un momento, abrió la caja a toda prisa y contó cinco pastillas, mismas que sacó para molerlas y, una vez que las pulverizó, depositó en un frasquito vacío de chile.

Horas más tarde, cuando bajó a ayudar en los preparativos de la cena, notó que había varios moldes pequeños con pay de manzana recién horneados. Entre ellos, había uno más pequeño y con menos relleno que, al preguntar por la diferencia, mamá le dijo que sería para el abuelo, para evitar que comiera tanto dulce esa noche. Miky vio ahí una oportunidad para vertir las pastillas pulverizadas, por lo que se ofreció a acercar la comida a la mesa.

Cuando dejó la charola con los pays, miró a su alrededor para asegurarse de que nadie le estuviera observando; entonces desprendió con cuidado la cubierta superior del pay, vació el polvo en el relleno, el cual mezcló cuidando que no se percibieran las partículas blancas, y cuando terminó, acomodó el postre de modo que no se notara que había sido alterado. Con una sensación de victoria encima, Miky se sacudió las manos para eliminar los residuos de aspirina de sus dedos y continuar con el montaje de la mesa, en anticipación a la cena.

Llegado el momento de la cena, todos comenzaron a degustar el tradicional pavo relleno, que mamá preparaba siguiendo la receta de la abuela. Nadie hablaba, por lo que los únicos sonidos perceptibles eran la música de fondo y el incómodo masticar de la familia. De pronto, se escuchó cómo alguien hacía aspiraciones con la nariz, entre cortas y largas. Cuando Miky alzó la mirada, notó que era el abuelo, quien lloraba mientras con la servilleta se limpiaba las mejillas.

—Perdonen, es que esto sabe idéntico al pavo de mi Lourdes— dijo el abuelo con la voz entrecortada—; no hay día en que no la extrañe.

—Todos la extrañamos— musitó mamá mientras extendía su mano para tomar la del abuelo.

—Extraño a mi abuelita— dijo Melissa entre sollozos, a pesar de no haberla conocido.

—Familia, quiero decir algo— el abuelo se levantó decidido a hablar—. Quiero ofrecerles una disculpa; sé que no soy una persona fácil de tratar, pero les agradezco de corazón por recibirme en su casa. Yerno— se dirigió a papá—, gracias por dejarme estar aquí; le voy a echar más ganas para que haya más felicidad en tu casa.

—No es nada, suegro— dijo papá con un tono que evidenciaba incomodidad.

—Te quiero mucho, abuelito— dijo Melissa a la par que corrió a abrazar al abuelo.

—Yo también los quiero mucho, pececita— le respondió el abuelo—; los quiero mucho a todos.

Miky no podía evitar hacer gestos de molestia; todos los años se había repetido esa misma escena, y como cada año, nada cambiaba después de año nuevo. Cuando todos terminaron la cena, mamá se levantó para acercar el ponche navideño y comenzar a servir. Papá sugirió que cada quien tomara su pay para acompañar el ponche; el abuelo tomó el suyo y se levantó de la mesa para después dirigirse a la sala de estar.

—Oye, Miky— susurró Melissa mientras le acercaba su pay—, feliz navidad; te quiero mucho— dijo y de inmediato se levantó para ir a jugar con el perro al patio. Miky sintió calor en su pecho, esta vez uno agradable. 

Cuando volvió mamá con el ponche, notó que sólo estaban su esposo y Miky, por lo que sólo sirvió tres tazas de la bebida y se sentó a platicar. La conversación comenzó a fluir de forma amena, e incluso hubo risas presentes. Miky estaba disfrutando el momento, aunque sin echar un vistazo cada tanto al abuelo, que había salido al patio para ver jugar a Melissa.

La plática fue interrumpida de forma abrupta por gritos y ladridos que procedían del exterior, más en concreto del patio. Mamá y papá corrieron a ver qué pasaba; Miky también se levantó, aunque con más calma. Una sonrisa se dibujó en su rostro, sin embargo se desvaneció en el instante en que escuchó que el abuelo gritaba con dolor el nombre de su nieta. Miky corrió a ver qué pasaba.

—Nos vamos al hospital— dijo papá con desesperación mientras cargaba a Melissa, quien parecía inconsciente y lucía pálida—; te vas con tu abuelo.

Miky volteó la mirada hacia el abuelo, quien estaba sentado en el suelo frío del patio. Se acercó hacia donde él estaba y lo miró con detenimiento; lucía devastado, pero no había señales de alergia ni nada parecido.

—¿Qué pasó?— preguntó Miky, quien sentía confusión.

—No sé, sólo se desmayó— dijo el abuelo con tristeza—, luego empezó a convulsionar— comenzó a llorar—, ¡estaba muy contenta jugando con el perro! 

—¿Y antes de eso qué pasó?— Miky ahora sentía preocupación.

—Llegué al patio y Melissa jugaba con el perro— comenzó el abuelo mientras trataba de calmarse—. Le pregunté si ya se había terminado su pay pero me dijo que te lo había dado porque me comí el tuyo ayer— el llanto volvía de a poco—, y me sentí mal por eso, así que le di el mío. Platicamos un rato mientras comía y después siguió jugando con el perro, ¡no entiendo!


Miky dejó a su abuelo en el patio y se dirigió a su recámara. Su andar pesaba, por lo que el camino se sintió eterno. Cerró la puerta con delicadeza y se dirigió a su cama, sentándose en el borde de ella. En la oscuridad de esa habitación, y cobijado por el frío de la noche más helada de los últimos años, Miky sintió la mayor tristeza de su vida. Pensó que, sin importar qué, todos en esa familia se dañaban entre sí, y a pesar de lo grato de los esporádicos momentos de alegría, la mayoría de las veces la dinámica familiar era insana y agresiva, por lo que un instante agradable no remediaría todo lo demás.

Así, mientras a lo lejos se oían los cánticos alegres de una grabación musical de “Noche de paz”, y después de tantos años de contención, Miky por fin liberó el amargo llanto que por tanto tiempo guardó.


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