Cuando la persona cruzó el umbral, se encontró con un largo pasillo que no parecía conducir a ningún lado. Caminó por horas y horas en línea recta por la senda oscura, hasta que a la distancia logró divisar una pequeña luz. Intentó correr, pero sus piernas eran pesadas, así que avanzó con pasos tan lentos que sentía cómo la gravedad arrastraba sus pies al suelo.
Una vez que llegó al punto donde la luz se hizo más grande y resplandecía en su rostro, se encontró con que la luminosidad provenía de un letrero de neón con la leyenda "no abrir", colocado encima de la única puerta en los alrededores. Al no encontrar mayor salida, la persona decidió hacer caso omiso a la señal y cruzar la puerta.
Cuando estuvo del otro lado, escuchó el sonido de la puerta cerrándose detrás suyo, aunque no había nada ahí, sólo una gran pared. La confusión comenzó a marearle, pero una voz le salvó del trance al que estuvo a punto de caer.
—Le doy la bienvenida al pasillo de las Diez Puertas— saludó el mayordomo con elegancia —. Sea libre de elegir el camino a seguir.
—¿De cualquiera de estas diez puertas?— preguntó la persona, con más confusión que antes.
—Oh, no, perdone el malentendido. Ese es el nombre del lugar, pero hoy sólo tenemos tres puertas funcionando; problemas técnicos que aún no logramos resolver.
—¿Y qué hay detrás de cada puerta?— la persona sintió una desesperada curiosidad.
—En una está la salida, en las otras dos hay campos infinitos de cabras pastando.
—¿Y en cuál está la salida?
—Ojalá lo supiera— respondió el mayordomo tras soltar una risa burlona.
La persona observó con detenimiento las tres opciones; no había alguna diferencia significativa entre las puertas, ni indicios que facilitaran la elección. Por ello, la persona decidió cruzar por la puerta que tenía enfrente, la número 2.
Tras cruzar el umbral, se halló en un campo infinito de cabras blancas pastando. A donde quiera que volteara, sólo veía eso, cabras pastando. Decidió caminar, con la ilusión de hallar algo más allá del horizonte, pero no hubo nada más que lo mismo, cabras blancas pastando.
Decidió descansar un momento a la sombra de una cabra de gran tamaño. Cuando sintió que había descansado lo suficiente, siguió avanzando, con la esperanza y determinación de encontrar ya ni siquiera la salida, sino algo más que lo único que había que ver ahí. Pero no hubo nada más, sólo cabras blancas pastando.
Cuando sintió hambre, se dio cuenta que sólo disponía de dos opciones para alimentarse: cabras o pasto. Creyó que si algo le haría más provecho era la proteína que la carne del rumiante le podría proporcionar. Tomó una pesada piedra y con ella golpeó en la cabeza a la apacible cabra blanca que nunca vio venir el impacto letal.
En el momento en que la cabra cayó al suelo, una puerta apareció frente a la persona, justo a la mitad del campo infinito. Sin dudarlo, la persona cruzó al instante, confiando en que al fin había encontrado la manera de salir de aquel absurdo.
Cuando estuvo del otro lado, escuchó el sonido de la puerta cerrándose detrás suyo, aunque no había nada ahí, sólo una gran pared. La confusión comenzó a marearle, pero una voz le salvó del trance al que estuvo a punto de caer.
—Hola otra vez— dijo el mayordomo de forma efusiva—. No creí verle pronto.
—La número 2 no es, así que intentaré la uno— dijo la persona mientras se dirigía con certeza a la puerta, ante la mirada indiferente del mayordomo.
Tras cruzar el umbral, se halló en un campo infinito de cabras pastando. A donde quiera que volteara, sólo veía eso, cabras pastando. Con desesperación buscó la puerta que ya se había abierto, pero no había rastro de ella. Al notar que esas cabras eran cafés, y no blancas como las anteriores, supo que no estaba en el mismo lugar. Por eso decidió probar lo mismo que antes y golpear en la cabeza al rumiante que tuvo más cerca, el cual murió al instante.
La persona esperó por un largo tiempo a que la puerta apareciera, pero eso no ocurrió. Creyó que en este campo infinito, con estas cabras cafés, la forma de atraer la puerta debía ser distinta. Intentó provocar a una para que le golpeara, pero el animal no dejó de pastar. Luego les lanzó piedras para crear un conflicto entre ellas, pero ninguna dejó de comer.
La desesperación le inundó, por lo que pateó con fuerza a la cabra que tuvo más cerca. Al hacerlo, la puerta por fin apareció. Sin dudarlo, la cruzó de inmediato.
Cuando estuvo del otro lado, escuchó el sonido de la puerta cerrándose detrás suyo, aunque no había nada ahí, sólo una gran pared. La confusión comenzó a marearle, pero una voz le salvó del trance al que estuvo a punto de caer.
—Interesante, no creí verle de nuevo— dijo el mayordomo sorprendido.
—La número 1 tampoco es— dijo la persona con una inocultable frustración—, así que por proceso de eliminación es la tres.
—Suerte— dijo con pesimismo el mayordomo mientras veía a la persona abrir la puerta.
Tras cruzar el umbral, se halló en un campo infinito de cabras pastando. A donde quiera que volteara, sólo veía eso, cabras pastando; amarillas esta vez. La persona se dejó caer en el pasto y gritó con horror por saberse en el encierro de ese absurdo.
Los alaridos llamaron la atención de una cabra cercana, la cual dejó de pastar y se acercó a lamer con dulzura a la persona, como si entendiera la situación que estaba pasando. Cuando la persona miró a la cabra, notó en su rostro bondad y gentileza; eso le hizo sentir tranquilidad y confianza. La persona correspondió al gesto con una caricia en la frente de la cabra. Sin embargo, al hacerlo, una puerta cayó del cielo justo encima del inocente animal, provocándole una rápida pero sangrienta muerte.
La persona, cubierta de sangre, miró con horror la puerta ensangrentada, y al instante la cruzó, aunque esta vez no con ilusión sino desesperanza.
Cuando estuvo del otro lado, escuchó el sonido de la puerta cerrándose detrás suyo, aunque no había nada ahí, sólo una gran pared. La confusión comenzó a marearle, pero una voz le salvó del trance al que estuvo a punto de caer.
—¡¿Qué mierda de mundo es ese?!— reclamó con indignación la persona, ante el rostro atónito del mayordomo.
—La pregunta es qué le ha pasado a usted— el mayordomo veía a la persona con asombro y disgusto.
—¡Cabras!— gritó con furia la persona— ¡Todo es cabras!
—¿Cabras?
—¡Pastando y sólo eso!
—Interesante— susurró el mayordomo; estaba pensando.
—¡Dígame cómo salgo de este absurdo lugar!— exigió la persona.
—No puedes.
—¡¿Qué?!
—No puedes— repitió el mayordomo—, al menos no todavía. Por lo visto, cada vez que cruzas, el orden de las puertas se cambia de nuevo.
—¿O sea que sólo hay cabras?
—Es igual: dos puertas son cabras, una es la salida. Necesitas cruzar una y otra vez hasta que aciertes con la que te saca de aquí.
La persona permaneció de pie, en un estado de ira y confusión. No tenía más alternativas; sólo cruzar hasta salir. Comenzó a caminar de nuevo hacia la puerta uno, protestando entre dientes por lo ridículo de la situación, y por saberse aún en la nada y el todo. Giró la perilla y azotó la puerta.
Tras cruzar el umbral, se halló en un campo infinito de cabras pastando. A donde quiera que volteara, sólo veía eso, cabras pastando. La desesperación le llevó de la frustración al pánico, de la terrible sensación de vacío al empoderante calor de la ira; experimentó la claridad de ideas que la determinación otorga, y al mismo tiempo, la opacidad en el juicio que la ansiedad provoca.
Así, la persona intentó cada una de las formas con las que antes había vuelto al otro lado, sin tener éxito alguno. Probó con variaciones y alteraciones hasta agotar todos los recursos que un campo infinito de cabras pastando puede ofrecer; nada funcionó. Aunque el entorno sugería lo contrario, el tiempo pasó. Luego de cientos de intentos, el cansancio venció a la persona, hasta caer en un sueño profundo mientras yacía a la sombra de un par de cabras pastando.
En la mente de la persona se comenzaban a gestar inquietantes imágenes que le daban la impresión de vivir un sueño repetido en el que había que caminar sin descanso a través de un largo pasillo que no parecía conducir a ningún lado. Caminó por horas y horas en línea recta por la senda oscura, hasta que a la distancia logró divisar una pequeña luz. Intentó correr, pero sus piernas eran pesadas, así que avanzó con pasos tan lentos que sentía cómo la gravedad arrastraba sus pies al suelo.
Una vez que llegó al punto donde la luz se hizo más grande y resplandecía en su rostro, se encontró con que la luminosidad provenía de un letrero de neón con la leyenda "no abrir", colocado encima de la única puerta en los alrededores. Al no encontrar mayor salida, la persona decidió hacer caso omiso a la señal y cruzar la puerta.
Cuando estuvo del otro lado, escuchó el sonido de la puerta cerrándose detrás suyo, aunque no había nada ahí, sólo una gran pared. La confusión comenzó a marearle, pero un balido le salvó del trance al que estuvo a punto de caer.
Su sorpresa fue enorme al observar que en el sitio donde las seiscientas doce veces anteriores había estado el mayordomo ahora se encontraba una cabra. Al borde de la locura y la desesperación, la persona comenzó a gritar sin consuelo.
Observó de nuevo al sitio para asegurarse de que todo hubiera sido una alucinación y ya, pero la cabra seguía ahí, sosteniéndose en sus dos patas traseras, viendo con desdén a la persona que no paraba de llorar por el remordimiento de haber causado la muerte de cientas de cabras en todos sus intentos por librarse de aquel martirio.
—¡Perdóneme, por favor!— imploró la persona mientras se limpiaba la escurridiza mucosidad que su pesar le causaba— ¡Sólo quiero salir de aquí! ¡Perdóneme, perdóneme!
—Has sufrido demasiado ya— dijo por fin la cabra con voz ominosa y evidente desprecio al patético ser que tenía enfrente—. Te indulto.
—¡Gracias! ¡Gracias por su perdón!— sollozó la persona mientras gateaba hacia las pezuñas de la cabra para besarlas en señal de gratitud.
—¡Alto!— la cabra detuvo a la persona—. No te perdono, te indulto. Aún eres culpable, pero eres libre de irte.
La cabra se dirigió al final del pasillo de las Diez Puertas, donde abrió la última de ellas y le indicó a la persona el camino a seguir.
—Una vez que cruces, este suplicio habrá terminado.
Con una fuerte sensación de alivio, la persona cruzó la puerta para encontrarse con el final de su miserable estancia en ese sitio.
Tras cruzar el umbral, se halló en un campo infinito de cabras blancas pastando. A donde quiera que volteara, sólo veía eso, cabras pastando. Por un momento cruzó por su mente la idea de caminar, con la ilusión de hallar algo más allá del horizonte. Sin embargo, pudo más el deseo de pastar.
Una vez que comenzó a hacerlo, no pudo pensar en nada más que pastar, ignorando que su existencia, ahora como cabra blanca, estaría limitada a pastar y nada más. Ignorando, en su apacibilidad, que se acercaba a ella su versión humana cargando una pesada piedra.
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